Festivales: crítica de «Un año, una noche», de Isaki Lacuesta (Guadalajara)
Este drama protagonizado por Nahuel Pérez Biscayart y Noémie Merlant se centra en las experiencias y sensaciones de una pareja que sobrevive al atentado terrorista al Bataclán parisino en 2015.
Mientras veía esta película rodada en Francia por el realizador catalán y centrada en las consecuencias emocionales que tiene para una pareja haber estado en medio del atentado al Bataclán que tuvo lugar en París en noviembre de 2015, no podía evitar pensar en algunas discusiones y debates que están teniendo lugar ahora luego del enésimo atentado con muertos en una escuela estadounidense, en este caso en Texas. Lo que varios medios se debaten, al ver que es imposible convencer a buena parte del arco político (y a sus votantes) de la gravedad de la situación y de que hace falta sí o sí tomar medidas para limitar la venta de armas, es si no habrá que empezar a mostrar imágenes más gráficas y cruentas de las que esos mismos medios suelen mostrar. No se las muestra por respeto a los muertos y a sus familias, por pudor y para evitar el morbo, pero varios se preguntan si no habrá que hacerlo para que la gente tome conciencia de lo que le hace una andanada de balas a un cuerpo y lo que algo así genera en todos los que lo vivieron y salieron con vida.
Hay una tradición cinematográfica noble, respetable y a la que yo generalmente adhiero que piensa que mostrar cuidadosamente recreaciones de tragedias reales se pisa con el morbo y la abyección de la que hablaba un artículo de Jacques Rivette y su famosa lectura por parte de Serge Daney. Pero a la vez me es inevitable pensar que la cultura audiovisual actual lleva a que pocas personas reaccionen y entiendan eso que no ven, que no les es mostrado clara y directamente. UN AÑO, UNA NOCHE muestra varias escenas del atentado en sí. Lacuesta tiene el cuidado de no mostrar ni a los terroristas disparando ni tampoco se ven claramente víctimas. La cámara sigue a la pareja protagónica, Ramón y Celine, mientras intentan cada uno por su lado escapar, esconderse y sobrevivir al caos. Son escenas fuertes que algunos podrán pensar como innecesarias, pero que me remiten a la pregunta anterior: ¿se puede seguir optando por el pudor, la discreción y el cuidado cuando el mundo no parece entender razones si a algunas personas no se las ponen frente a los ojos? No son videojuegos, son vidas que se rompen para siempre.
Es una discusión difícil, pero en esta película la posibilidad de experimentar físicamente lo que pudieron haber sentido personas como Ramón y Celine es fundamental para entender sus diferentes derroteros emocionales a partir de lo sucedido. Al principio serán breves y confusos flashbacks pero más adelante las vivencias se irán mostrando con más claridad y crudeza, hasta con cierto misterio a la hora de realmente entender bien qué es lo que les sucedió allí. Es una película que con inteligencia y profundidad amplía la idea de víctima a todos aquellos que quedan traumatizados por incidentes de ese tipo y no solo los que murieron, quedaron malheridos o a sus familiares. Cuando uno piensa en eventos como este (o los atentados en colegios), la palabra «colateral» es muy amplia y se extiende a todos los que vivieron de cerca la experiencia. ¿Cómo se sigue viviendo después de atravesar algo así? ¿Cómo se sale a la calle, se sube a un bus, se va a un concierto o a un bar cerrado sin tener miedo, sospechar de todo el mundo y quizás hasta tener reacciones del tipo racista inimaginables por esas mismas personas?
Lacuesta explora todo eso a partir de una película que a lo largo de dos horas va y vuelve en el tiempo pero se centra más que nada en las consecuencias emocionales del atentado. Ramón (Nahuel Pérez Biscayart, ya convertido en uno de los mejores actores del mundo, sin distinción de idiomas o nacionalidades) no sabe bien qué hacer. A este inmigrante español radicado en Francia le cuesta salir de la cama, tiene constantes ataques de pánico, no hace más que revivir lo sucedido, no para de hablar del tema y hasta deja su trabajo por la crisis que atraviesa. Celine (Noémie Merlant, de RETRATO DE UNA MUJER EN LLAMAS) va por el camino contrario. No le dice a nadie que estuvo en el atentado, trata de analizarlo con frialdad sociopolítica (trabaja en un centro en el que viven jóvenes sin hogar, la mayoría de ellos inmigrantes) y se ocupa más que nada de ser el sostén emocional de Ramón, su pareja, cuidándolo y tratando de ayudarlo.
A lo largo de un año, pero más que nada en los primeros meses después del atentado, el catalán Lacuesta (ENTRE DOS AGUAS, LOS CONDENADOS, LA LEYENDA DEL TIEMPO) acompaña a la pareja en sus vaivenes, encuentros y desencuentros, intentos de recomponerse, crisis fuertes, algunas situaciones más livianas y placenteras, salidas con amigos (otra pareja hispano-francesa estuvo con ellos en Bataclán y son sus confidentes más cercanos y los que mejor los entienden), un viaje a España y en sus distintas formas de afrontar lo que les sucedió. El caso de Ramón es el más visible: se descompone, tiene ataques de pánico, no puede concentrarse en nada, rompe en llanto en cualquier momento y no puede quitarse las imágenes de lo que vivió de la cabeza. El de Celine parece más manejable pero en realidad se trata de una fuerte negación. En algún momento, es claro, eso habrá de resquebrajarse. Lo que no sabemos bien es cómo ni cuándo.
UN AÑO, UNA NOCHE tiene como timón narrativo las vivencias de la pareja y el arco dramático del film pasa por los giros que los personajes van teniendo en ese sentido. Más que una trama convencional, la película se presenta como un rompecabezas que súbitamente pasa del hecho en sí a eventos previos para volver al presente y así, varias veces, hasta que en un momento hace una más clara composición de lugar y vemos el atentado, o parte de él. A partir de ahí, algo cambia en la lógica narrativa –y en el punto de vista que organiza los hechos– de la película. Algo que es sutil y que puede captarse o no (comenté el tema con varios que la vieron conmigo y hay opiniones diversas al respecto), pero a partir de ahí, al menos para mí, el film comienza a jugar en otro terreno, uno un tanto menos realista y un poco más, si se quiere, fantástico.
Es una película de actuaciones y cámara. Y el combo funciona casi a la perfección. En todo momento estamos cerca de los personajes, casi encima de ellos, y los vemos enredarse en sus distintos tiempos y formas. Es que la manera diferente que cada uno tiene de lidiar con lo que pasó hace que, tarde o temprano, empiecen a surgir conflictos entre ambos. La pregunta allí es: ¿eran conflictos que ya podían adivinarse previamente como algo que podía pasarles o es pura responsabilidad de lo que vivieron, de los terroristas que atentaron contra los que estaban ahí? ¿Hasta qué punto uno puede sacar como conclusión que todo lo que les pasará en sus vidas de allí en adelante es por culpa de lo que vivieron esa noche?
Es cierto, algunos podrán decir, que peor la han pasado las víctimas directas y sus seres queridos (esta, después de todo, es una historia de sobrevivientes o eso parece), pero la puerta que abre la película es una que genera infinitas ramificaciones. Son dos personas (o cientos, o miles) cuyas vidas han cambiado en un instante y que quizás jamás vuelvan a ser las mismas. Y esta inquietante película intenta reflejar, de modo impresionista, esa noche en la que todo se rompió y ese complicado año en el que el rompecabezas emocional intenta ir rearmándose. Una experiencia desgarradora y traumática que, como lo sugiere a la vez la película en su apuesta formal más arriesgada, también puede romper la realidad tal como la conocemos.