Festival de San Sebastián 2022: crítica de «Sparta», de Ulrich Seidl (Competencia)
Este provocativo drama se centra en un pedófilo austríaco que vive en Rumania y pone un academia de artes marciales para chicos a los que desea sexualmente.
Un habitué del gesto provocador, del intento cansino de «espantar a la burguesía», el austríaco Ulrich Seidl trajo a San Sebastián a su controvertida SPARTA, un drama sobre las pulsiones de un pedófilo radicado en Rumania que lucha por contener sus deseos sexuales pero no hace más que rodearse de niños. La controversia está dentro y fuera de la pantalla. En la ficción, por algunas escenas que juegan en el límite de lo éticamente irresponsable. Y, en el rodaje, por las denuncias de algunos padres de los niños que actúan allí quejándose de las condiciones laborales y las falsas premisas con las que se convocó a sus hijos para actuar en ella.
En este respecto, es elogiable la decisión de la organización del festival de mantener la película en la programación, algo que no se hizo en Toronto, que la levantó de su evento tras la publicación de la denuncia. Hay una sobreactuación de la corrección política que confunde denuncias con condenas, acusaciones con sentencias y cancela cineastas sin darles oportunidad de defenderse. Es una lástima que a la película en sí no se la pueda defender tanto como al gesto de no sacarla de la programación.
No sorprenderá a nadie que haya visto alguna vez una película de Seidl por dónde irá la cosa. Conectada como un díptico con su anterior y más ligera RIMINI, SPARTA cuenta la historia del hermano del protagonista de aquel film, a quien vemos por primera vez cuidando a su padre enfermo e internado en un geriátrico (un lugar bastante decadente, previsiblemente, y visto en toda su gloria trash en el otro film) y luego lo reencontramos en Transilvania (no es una elección casual en términos vampírico-metafóricos), región rumana en la que vive con su pareja y los dos hijos de ella.
Pero a Ewald (Georg Friedrich, de FREUD y GREAT FREEDOM) le cuesta sostener el interés sexual en su novia –la «broma» acá es que quizás por primera vez en su carrera Seidl elige a una mujer convencionalmente bonita para un papel– y, de hecho, parece pasarla mejor tirado en la cama con los niños. Tarde o temprano la relación acabará y Ewald empezará, cual asesino en busca de su presa, a recorrer parques de juegos infantiles y meterse a ellos a «divertirse» con los chicos. Sus limitaciones con el idioma, de hecho, lo convierten casi en un chico más, conectando con ellos desde lo físico (empujones, peleas, tomas de artes marciales) que van despertando su deseo sexual.
Pero Ewald hace lo imposible por contenerse y no actuar al respecto. En algún punto es como un fumador que se rodea de paquetes de cigarrillos y se dispone a tratar de no fumárselos. Se muda a un pueblo, busca y alquila un lugar para poner una escuela de artes marciales y entrenamiento para chicos, y pronto tiene a una docena de ellos, literalmente, a su merced. Y casi nadie parece preocupado por eso en esa ciudad abandonada a su suerte.
El conflicto que surgirá en SPARTA arrancará cuando el padre de dos de esos niños empiece a sospechar que algo no funciona del todo bien ahí, que hay algo raro en este personaje taciturno que se pasa el día el día jugando con chiquillos semidesnudos. El problema es que el padre en cuestión es alcohólico y violento, poniendo al espectador en el curioso y desagradable aprieto de tener que decidir qué es peor, si un padre golpeador o un pederasta. La hipótesis de la película parece dar a entender que Ewald, al menos, los quiere, los cuida y los protege, algo que los padres del pueblo no hacen, o lo hacen de la peor manera imaginable. Es un tipo de elección que no tiene sentido alguno siquiera tener que plantear.
No contento con esta suerte de provocación ética, Seidl no opta por el fuera de campo ni la elipsis, como sí lo hace la reciente MANTICORA, de Carlos Vermut, que lidia de un modo mucho más inteligente con el mismo tema. Si hay que poner al adulto pedófilo desnudo en la ducha entre niños en calzoncillos, que así sea. Y si hay que mostrarlo acariciando a uno de ellos –con el que más se encariña – o pasándole alguna crema por la espalda, ¿por qué no hacerlo? Es que aun aceptando la incomodidad de su planteo hay formas más sutiles e inteligentes de lidiar con el tema. Hay otras películas que lo hacen sin necesidad de traumatizar a los participantes del rodaje.
Y ese, nos guste o no, es otro de los problemas del film. Más allá de las denuncias (si los padres de los actores aceptaron que sus hijos sean parte de esto no tienen mucho derecho al pataleo), produce una visible incomodidad ver a todos esos chicos siendo parte de esta hipótesis sobre las más oscuras pulsiones humanas. Como decía Jean-Luc Godard, cada film es también un documental de su propia factura y uno no puede evitar pensar en el perverso juego de adultos en el que han metido a estos chicos.
El problema de los films de Seidl, de los más logrados y los menos también, es que funcionan en base a una hipótesis repetida sobre la miseria y la crueldad humanas. Son películas programáticas, previsibles, que raramente se mueven del camino elegido que es, además, evidente a los dos minutos de empezadas sus películas. Como sus colegas del «cine de la crueldad» (Ostlund, Von Trier, el Gaspar Noe pre VORTEX) se trata de cineastas adultos que siguen funcionando como adolescentes pícaros que creen ser muy inteligentes tratando de irritar a los espectadores. Y lo peor es que no lo hacen. Los premios (Ostlund ganó la Palma de Oro en Cannes con su impresentable TRIANGLE OF SADNESS) y las ovaciones dejan en claro que hoy es ese el cine que los festivales quieren y buscan. No los provocan sino que les dan el gusto y la controversia servida en bandeja.