Viennale 2022: crítica de «Los pasajeros de la noche», de Mikhaël Hers
Este drama francés se ocupa de una familia compuesta por una madre separada, sus dos hijos adolescentes y una inesperada visitante a lo largo de los años ’80.
Un coming-of-age de dos generaciones distintas, con un hijo y su madre atravesando a la vez un proceso de cambio y aprendizaje que los conectan de una forma inesperada, LOS PASAJEROS DE LA NOCHE es una película tierna e inteligente, más allá de pecar de algunos gestos un tanto demodé del género, algo que quizás pueda considerarse más un homenaje a la época en la que transcurre que a otra cosa. Protagonizada por Charlotte Gainsbourg y presentada en competencia en la Berlinale, la película de Hers es también un racconto nostálgico por los años ’80 en una París distinta a la que usualmente vemos.
Elisabet (Gainsbourg) y sus dos hijos adolescentes viven en un barrio entonces moderno de la ciudad, con altos edificios, muy distintos a los que usualmente vemos en el cine francés. La historia empieza en 1981, con Elisabet recién separada de su marido, sin trabajo y deprimida, mientras sus hijos todavía van a la escuela. En paralelo vemos llegar a la ciudad a Talulah (Noée Abita), una joven que viene del interior del país (o eso parece) y que, lookeada como una chica new wave de la época, quiere vivir experiencias en la ciudad.
La película saltará a 1984 rápidamente, con Lloyd Cole & the Commotions en la banda sonora, y los hijos de Elisabet, Matthias y Judith (interpretados por Quito Rayon-Richter y Megan Northam) ya más grandes. La mujer conseguirá trabajo en una estación de radio atendiendo los llamados telefónicos de un programa nocturno de conversaciones al aire que conduce Vanda Dorval, una diva de ese mundo (en la ficción, pero del cine en la vida real) como es Emmanuelle Béart. Y una de las que llama al programa para contar sus experiencias, años después de su llegada a la ciudad, es Talulah, para quien no parece haber pasado el tiempo ni cambiado la moda.
Las circunstancias llevarán a que Elisabet tenga que alojar a la chica en su casa, en un cuarto de servicio en la planta alta, lo que despertará la obvia curiosidad de Matthias. En breve los hermanos y ella estarán saliendo, yendo al cine (querrán ver GREMLINS pero terminarán, sin querer, viendo LAS NOCHES DE LA LUNA LLENA, de Eric Rohmer, que también transcurre en las afueras de París y que protagoniza Pascale Ogier, la trágicamente fallecida actriz a la que Hers parece homenajear en varios momentos) y viviendo aventuras, especialmente Matthias y la recién llegada. En paralelo, Elisabet empezará un romance y luego otro, tratando de reordenar su vida. Y así pasarán otros años más en esa década, que la película desplegará en su tercer acto.
Más allá de momentos intensos y fuertes, LOS PASAJEROS DE LA NOCHE bien puede ser vista como un recuerdo de las experiencias de esa madre, ese hijo y esa «visitante» a lo largo de la década, con sus idas y vueltas, mejores y peores momentos, alegrías, miedos y tensiones. Para Elisabet es un recorrido largo y complejo para salir del traumático fin de su matrimonio. Y para Matthias (a Judith no se la desarrolla tanto), un proyecto de escritor, es un más clásico coming of age de alegrías, decepciones y aprendizajes a lo largo del tiempo. El caso de Talulah es distinto. Más allá del ángel del personaje y de su ajustado look ochentoso, hay algo en esa figura que funciona a la manera de las «manic pixie dream girls» del cine norteamericano, como esos personajes raros y exóticos cuya función narrativa es, más que nada, despertar y sacudir las emociones de un protagonista masculino.
De todos modos, más allá de caer en ciertos clichés, la película del realizador de AMANDA tiene una bienvenida luminosidad que la vuelve tierna. La combinación de materiales documentales o de ficciones de la época para retratar las calles y los ambientes parisinos le suman credibilidad y encanto. Y más allá de lidiar con problemas serios (adicciones, falta de dinero y de trabajo, etcétera), la película transmite un espíritu amable que, inevitablemente, incluye una nostalgia por esos aparentemente más coloridos años ochenta, en los que las ilusiones de una generación –el personaje de Matthias tiene más o menos mi edad– todavía no se habían roto. O, al menos, no del todo.