Series: crítica de «1899 – Temporada 1», de Jantje Friese y Baran bo Odar (Netflix)

Series: crítica de «1899 – Temporada 1», de Jantje Friese y Baran bo Odar (Netflix)

Los pasajeros de un navío que viaja de Europa a los Estados Unidos con inmigrantes a fines del siglo XIX se dan cuenta que las cosas no son del todo lo que parecen en esta nueva y enigmática serie de los creadores de «Dark». Estrena Netflix el 17 de noviembre.

Empecemos por un detalle que quizás sea importante para el lector: no vi DARK. La conozco, conozco su reputación, sé lo que es y más o menos de qué trata, pero no la vi. Si eso, creen ustedes, invalida esta crítica, pueden dejar de leer acá. Habrá otras críticas que incluyan comparaciones y relaciones entre ambas series. Esta no la tiene. Y a partir de los seis episodios vistos acá, tampoco estoy muy convencido de hacer el esfuerzo de ver el que ya es considerado un clásico de Netflix.

Puedo equivocarme, claro, pero juzgando por los seis episodios que vi de 1899 me da la impresión que el principal talento de sus creadores, Jantje Friese y Baran bo Odar, pasa por el ingenio, por el truco y la sorpresa, una respetable inteligencia arquitectónica para crear rompecabezas, meter a los espectadores en las llamadas «madrigueras de conejo» y, como también se dice en la jerga, «quitarle la alfombra de abajo de los pies» cuando menos se lo esperan.

Es un arte noble el de la compleja construcción de multiversos, realidades paralelas, historias que van y vienen en el tiempo (o entre variables temporales), entre otros operativos muy celebrados últimamente. Y no seré yo quien los desacredite ni ponga en duda el talento que sin duda tienen. Lo que me hace dificultoso entregarme a lo que la dupla ofrece, al menos aquí, es que sinceramente me interesan muy poco sus personajes. Tengo la sensación que acá hay un montón de actores de distintos países que funcionan como piezas de ajedrez para dos jugadores que los mueven como tales, como funciones en un terreno resbaladizo y no como personas reales.

La curiosidad de la serie es que cuenta con un elenco principal de distintos países y que hablan diferentes idiomas. Tenemos inglés, alemán, danés, polaco, francés, portugués, español, mandarín y japonés. A veces se entienden entre ellos y otras, no. A veces se pasan al inglés y otras, no. Tengo la sensación que esto será explicado por la propia trama (ya saben, no todo se ve y quizás tampoco se escuche como parece), pero hasta ahora para lo único que sirve es para definir a los personajes como «el francés», «el portugués», las asiáticas y así.

De todos modos, no es lo central aquí. Ni tampoco el hecho de que fue filmada en uno de estos nuevos estudios virtuales («The Volume», ver foto abajo) que proyectan imágenes de los escenarios a 360 grados alrededor de los actores y el set, del mismo modo que se lo hace en algunas de las nuevas series de Disney. Todo eso es circunstancial. Lamentablemente, también parece ser circunstancial –pese a que ocupa el 80 por ciento de la narración– los problemas, traumas, secretos y relaciones entre los personajes. Todo parece ser el «fondo» para el truco, la trampa, la sorpresa y el cambio constante de paradigma.

A tal punto es así que cada episodio está organizado en función de una –a veces dos– de estas sorpresas, que llegan casi siempre justo antes del final, acompañadas de algún éxito del rock psicodélico de los ’60 (Jefferson Airplaine, Jimi Hendrix, así) como para que el espectador sienta aún más el concepto de «trip» que en varios sentidos presenta 1899. Al finalizar cada capítulo nos damos cuenta que las cosas no son como parecían segundos antes. Curiosamente, muchos de los personajes –que lo saben también, no es información que solo tenemos los espectadores– siguen como si nada hubiera sucedido.

El punto de partida es clásico y está muy bien. Estamos a bordo del Cerberos, un navío que viaja de Europa a los Estados Unidos, suponemos, en el año que da título a la serie. En el camino descubren que un barco de la misma compañía, el Prometeo, que salió poco antes con el mismo destino yace abandonado y en apariencia vacío en medio del océano. Al subir descubren que el único sobreviviente es un personaje algo extraño que carga con una pirámide y una pequeña «cucaracha» verde igualmente rara. Se lo llevan al barco y allí empiezan los problemas.

Por un lado, algunos pasajeros empiezan a morir. Por otro, el capitán decide que en lugar de seguir viaje a los Estados Unidos hay que remolcar al Prometeo de regreso a Europa, lo cual genera un amotinamiento de la mayoría de los protagonistas, que son algunos de los 1.500 que hay en el Cerberos. Y cuando el asunto empieza a parecerse a una versión multilingüe de EL MOTIN DEL CAINE llega una sorpresa ya del orden de lo fantástico. Y es la primera de varias, ya que en cada episodio los creadores dan vuelta el tablero y obligan a recalcular todo el juego otra vez.

Mientras hacen eso, sin embargo, la trama se maneja por carriles parecidos a los de LOST. Cada episodio tiene a un personaje central (o más o menos central) y nos enteramos de su historia, de lo que lo llevó al barco y, en muchos casos, de lo que oculta. O eso creemos, ya que cuando las cosas empiecen a no ser tan claras como parecen en el orden de lo real, nos daremos cuenta que quizás esas historias pueden no ser tan así. O algo aún más complicado que eso, algo que entraría en el terreno del spoiler siquiera tratar de analizar.

Es un mundo en el que entran desde SOLARIS –y aquello de la realidad onírica que domina a los viajantes de, en aquel caso, una nave espacial– hasta modernos escenarios en los cuales los viajes en el tiempo pueden mezclarse con portales a realidades paralelas, como MATRIX, EVERYTHING EVERYWHERE ALL AT ONCE (título que, de hecho, podría quedarle bien a la serie) o cualquier cosa que algún Nolan –Christopher o su hermano Jonathan, el de WESTWORLD— se haya sentado alguna vez a escribir.

El de Friese y Bo Odar –que dirige todos los episodios– es un desafío fuerte, que necesita de un espectador atento y comprometido a no dar nada por sentado nunca. Eso no sería un problema si los personajes invitaran a esa atención. Habrán notado que ya escribí diez párrafos sobre la serie y todavía no mencioné a ninguno. Es que, realmente, no hay mucho para decir sobre ellos, lo cual hace caer la estructura de naipes en la que se sostiene la historia. Son esos los pilares que deberían sostenerla y acá brillan por su ausencia. O, digamos, su blanda y en algunos casos indistinta o anodina presencia.

Entre los personajes que buscan llegar al «mundo nuevo» tratando de escapar de sus oscuras historias sin conseguir del todo hacerlo están Eyk Larsen, el capitán del navío (Andreas Pietschmann, de DARK); Maura Franklin (Emma Beechaum, de LITTLE JOE), quien trata de proteger al «extraño» cuando, tardíamente, los amotinados empiezan a sospechar de él; una familia religiosa danesa que carga con lo suyo (Alexandre Willaume, Maria Erwolter, Lucas Lynggaard Tønnesen y Clara Rosager); dos hermanos españoles que quizás no sean tales (Miguel Bernardeau y José Pimentão); un grupo indeterminado de franceses con asuntos pendientes (entre ellos, Jonas Bloquet y Mathilde Ollivier), y dos mujeres asiáticas que, voilá, quizás no sean lo que parecen (Isabella Wei y Gabby Wong). Todo esto, luego, se desactivará o complicará al tener el espectador que entender que lo inicialmente visto no tiene porque ser «la realidad» sino otra cosa un tanto más indescifrable.

Más allá de algunos apuntes a modo crítica social de la Europa contemporánea –ideas similares a las del TITANIC, de James Cameron– no hay mucha más carnadura en 1899 que entrar en el juego de muñecas rusas. Si el espectador logra hacerlo convencido, quizás disfrute más de la experiencia de lo que yo lo hice. A mí se me hace densa, reiterativa y mecánica hasta que, al final de cada episodio, un giro fantástico altera lo visto hasta el momento y te invita a pasar, binge mediante, al siguiente. Y así, uno tras otro. En cierto punto uno solo quiere terminar la serie como quien quiere salir de un laberinto del que se siente ahogado, confundido y en el que pasó ya demasiado tiempo. Al final, quién sabe, uno se sienta feliz por haberlo atravesado. Ahora, en medio de este confuso bosque de portales en el tiempo, extrañas desapariciones y realidades mutantes, solo quiero ver la puerta de salida. Bah, en este caso, el puerto de llegada. Si es que hay puerto. Y hay llegada.