Cannes 2023: crítica de «Omen» («Augure»), de Baloji (Un Certain Regard)
Un hombre del Congo regresa a su país con su pareja belga, blanca y embarazada, y no es precisamente bien recibido por sus familiares en esta excéntrica comedia dramática.
Volver al hogar de visita suele ser complicado para los que se fueron a probar suerte a otros territorios. Quizás tenga sus componentes amables y sus reencuentros valiosos, pero hay varios riesgos que se corren en ese regreso. En el caso de Koffi, el principal protagonista de OMEN, regresar de Bélgica al Congo tras 15 años de ausencia, no es lo más fácil del mundo. El motivo de su visita es un evento familiar esperado y muy numeroso, pero pronto se da cuenta que algo raro pasa. Primero: nadie lo ha venido a recoger al aeropuerto. El está casi acostumbrado a que estas cosas puedan suceder allí así que no se muestra necesariamente decepcionado. La que no lo entiende del todo bien es su mujer. Que es belga… Y blanca… Y está embarazada… ¿Es posible que esa sea una explicación?
Las cosas se enrarecerán de allí en adelante ya que cuando Koffi y esposa lleguen al evento no solo serán recibidos con enorme frialdad sino que serán prácticamente rechazados. Koffi, que antes de salir de viaje había tenido algún tipo de ataque nervioso (de ansiedad lo llamarían en Europa, en su país lo ven de otro modo), vuelve a tener un episodio parecido, le sale sangre de su nariz mientras tiene en brazos a su sobrino recién nacido y su extendida familia confirma lo que ya saben: que es un enviado del Diablo, un brujo. Y Alice (Lucie Debay), su mujer, típica persona blanca y europea que espera encontrarse con una fiesta de música y color en el medio de Africa, se da cuenta que están en problemas.
Si esto suena a comedia es porque OMEN en algún sentido lo es. Quizás no del todo, pero hay bastantes elementos de su trama que causarán gracia. Así, mientras Koffi (Marc Zinga) intenta explicarle a su rubia esposa lo que pasa y su madre los mira como si quisiera asesinarlos a cuchillazos en frente de todos (su padre, que tendría que aparecer, no lo hace), la película asume la forma más exagerada de la idea del «choque cultural». Alice no solo no entiende lo que pasa sino que no acepta que Koffi no reaccione a lo que dicen de él y a cómo lo tratan. Y él le explica, bueno, que allá las cosas son así, que nadie le contesta nunca a los padres y que aceptan obedientemente todo lo que les dicen.
A la par aparecerá una hermana de Koffi, que también vive fuera del país. Ella atraviesa otra situación que la hace ser mal vista por su familia y amigas: tiene con su pareja sudafricana una relación poliamorosa y él se contagió una «enfermedad de transmisión sexual». Eso, que para ella es un quiebre a la confianza mutua, para sus amigas es directamente un delirio incomprensible. Y la mujer pasará a ser tratada como Koffi, como una suerte de enviada del demonio. Y su pareja también.
Con esto se podría hacer una comedia sobre choques culturales, pero OMEN no es eso. Si bien tiene algunos momentos que coquetean con esa idea, la película intenta transportar al espectador a la vida de una aldea en medio del Africa. Y no solo hace eso en relación a las formas de vida locales sino también en la estructura del film, en la manera en la que se cuelan sueños, alucinaciones, números musicales y distintas formas de lo performático que tienen y no que ver con la trama principal. Son salidas narrativas que intentan pintar la aldea como un lugar en el que existe otra lógica, distinta a la occidental, pero igual de respetable. O al menos así lo viven allí. Para los hijos, que tienen un pie adentro y otro afuera, es complicado. Pero de todos modos no se van. Un poco porque no pueden y otro porque quizás quieran resolver ahí sus inconvenientes, algo que no será sencillo.
Si bien esas salidas narrativas laterales le dan a la película su originalidad y su riqueza cultural, a la vez por momentos parecen transformar a OMEN en ese tipo de película pintoresquista que tanto nos complica cuando la vemos en el cine latinoamericano. Es imposible que uno no piense hasta qué punto ese show de curiosidades, vestuarios coloridos, gritos, llantos y situaciones enrarecidas tienen alguna relación con la manera en la que se vive allí o si se trata de una exageración, una pose un tanto excesiva y estereotipada de lo que es la vida en una aldea del Congo.
Más allá de que sea imposible saberlo del todo, la película se meterá de lleno en ese terreno y tendrá, como todo relato de viñetas y desvíos narrativos, sus mejores y peores momentos. Cuando intenta ser cómica –con la aparición, por ejemplo, de un trío cantante de vendedores de productos que van de puerta a puerta por las casas– es más efectiva que en los que se toma demasiado en serio a sí misma. Pero siempre que Baloji regresa a los personajes principales y a sus imprevisibles problemas, OMEN recupera su interés y su excéntrica gracia. No es una broma, claramente, ser considerado un brujo en tu propia casa. Pero no hay duda que da para momentos divertidos.