Berlinale 2023: crítica de «BlackBerry», de Matt Johnson
Esta comedia dramática se centra en el ascenso y la caída de la empresa de telefonía móvil que revolucionó el negocio de los celulares en la década del 2000.
En los últimos años, muchas series y películas se han hecho cargo de contar historias de ascenso y caída de grandes empresas tecnológicas, un universo en el que siempre se encuentran personajes y situaciones «más grandes que la vida» y una serie de desafíos entre delirantes y picarescos, que dan para el drama y la comedia, muchas veces al mismo tiempo. Pero quizás nadie lo hizo de la manera en la que lo plantea Matt Johnson en BLACKBERRY, cuyo título da a entender qué historia se contará aquí: la de una empresa que parecía llevarse por delante el universo de los smartphones pero fue perdiendo terreno con los años hasta desaparecer.
Sin escaparle a su estilo frenético y de bajo presupuesto de anteriores películas suyas como THE DIRTIES y OPERATION AVALANCHE, Johnson arma esta BLACKBERRY como una mezcla entre SILICON VALLEY, THE OFFICE y EL LOBO DE WALL STREET, todo para contar a los personajes ligados de distintos modos a ese revolucionario invento a lo largo de una década y algo de sus vidas. Fundamentalmente, lo que se narra va desde sus orígenes hasta el principio de lo que sería su largo y lento final, que tuvo que ver con errores propios pero también con la aparición de otras tecnologías y fuertes competidores (un tal Steve Jobs y su invento telefónico) que tiraron por la borda lo logrado a través de esos desorganizados años.
Johnson le escapa a las más clásicas biografías de entrepreneurs y apuesta de entrada a la comedia pura y dura, con una dupla de amigos aparentemente muy inoperantes –al menos desde lo social– que quieren vender el proyecto que tienen, a fines de los ’90, de un aparato manual que pueda combinar telefonía y e-mail. Uno de ellos es Mike Lazaridis (Jay Baruchel), un típico nerd de amplísimos conocimientos tecnológicos pero que no puede decir una frase en una reunión sin leerla de un trozo de papel y temblar de los nervios. Su socio Douglas Fregin (Johnson) representa otro modelo de ese mismo espectro: casi tan nerd pero socialmente más expansivo, fanático del cine y los cómics, muy amigo de los otros «trabajadores» de su pequeña start-up, todos ellos más pendientes de festejar lunes de movie night que de programar y trabajar.
Por una serie de casualidades, el proyecto –mal presentado y todo– capta la atención de un ejecutivo recién despedido de su trabajo que decide apostar todo su dinero en estos chicos, a sabiendas también que puede dominarlos y controlarlos a fuerza de personalidad, firmeza y conocimiento del negocio. Es así que Jim Ballsillie (Glenn Howerton) se convierte en co-CEO de la empresa, logra reuniones con importantes socios de telefónicas y enloquece a los programadores para que traten de sacar en tiempo y forma un prototipo digno de ese revolucionario aparato que vienen prometiendo.
Johnson dedica una buena y veloz etapa de su película a este caótico inicio y salta de ahí varios años, primero al lanzamiento del primer producto ya terminado y luego al momento que, curiosamente, combinó consagración e inició de su decadencia. En el medio aparecerán decenas de problemas: técnicos, comerciales, financieros, personales. Pero siempre la mecánica estará apoyada en la extrañeza del trío protagónico, en cómo sus diferentes personalidades chocan y, fundamentalmente, la manera en la que estos proyectos personales e idiosincráticos en algún momento empiezan a entrar en el modo más clásicamente corporativo, con una pelea cultural profunda entre los creativos y los «contables» en la que los primeros tienen todo para perder. Si los números no dan, ciertas exigencias son imposibles de contemplar.
BLACKBERRY funciona como una comedia de enredos profesionales, como un Correcaminos de la tecnología (Johnson transforma todo en escenas de corridas, enojos y soluciones de último momento) y como una sátira corporativa, en este caso de una empresa de origen canadiense, como el director. Inspirada en el libro de no ficción Losing the Signal, de Jacquie McNish y Sean Silcoff, la película se las arregla para incluir algunas peculiaridades personales de los protagonistas (el desprecio de Lazaridis por los productos chinos, la obsesión de Ballsillie por el hockey y el permanente cuelgue de Fregin, que es el único que quiere mantener a toda costa el espíritu amateur y de juntada de incels que tenía la empresa en sus inicios) pero en términos generales lo que ofrece es una mirada con cierto dejo amargo sobre las «víctimas» que dejan los cambios tecnológicos.