Series: crítica de «Platónico», de Nicholas Stoller y Francesca Delbanco (Apple TV+)

Series: crítica de «Platónico», de Nicholas Stoller y Francesca Delbanco (Apple TV+)

Seth Rogen y Rose Byrne protagonizan esta comedia centrada en dos viejos amigos de la universidad que se reencuentran cuando cada uno atraviesa, de distintos modos, la llamada «crisis de los 40». En Apple TV+, un episodio nuevo cada miércoles.

Dos comediantes carismáticos, talentosos, imposibles de odiar (bueno, Seth Rogen puede tener sus críticos pero el buen hombre no le hace mal a nadie, y nunca escuché a un ser humano normal estar en contra de Rose Byrne por ningún motivo) y con buena química entre ambos parece ser una fórmula ideal. Y uno se acerca a PLATONICO desde esa expectativa, disfrutando de los primeros reencuentros y hasta roces de estos dos viejos amigos que se reúnen después de varios años sin verse. Entre ellos parece no haber pasado el tiempo. Pese a las peleas que los separaron en el pasado, conectan rápidamente y como si nada vuelven a comportarse como cuando iban a la universidad. Pero ahora tienen 40 años y sus vidas son muy distintas: entre cada uno de ellos, y entre ellos y esa época.

Stoller (el director de FORGETTING SARAH MARSHALL, quien tuvo a ambos como protagonistas de BUENOS VECINOS y su secuela) dirigió todos los episodios y, junto a la coguionista, decidieron que el estilo que su comedia tendría sería el de la aparatosidad física, la ampulosidad, el gag, la exageración. Es una decisión respetable –y ambos son muy buenos actores para llevarla a cabo, especialmente ella– que en películas como las citadas funcionaron muy bien. Pero una cosa son 90 o 100 minutos de golpes, tropiezos, confusiones y caídas y otra una serie de 10 episodios que se extiende por más de cinco horas y no parece poder salir nunca de ese loop.

La idea original le da un giro a lo esperable. Sylvia (Byrne) es una madre de tres hijos, abogada que dejó su carrera para dedicarse a ellos mientras que su marido, Charles (Luke Macfarlane) siguió con su profesión y acaba de ser ascendido a socio de su firma. En crisis, Sylvia se entera que su viejo amigo de la universidad, Will (Rogen), se ha separado de su pareja y lo va a visitar sin admitir que sabe lo que sucedió. Pero no lo hace –al menos no necesariamente– en plan «ver qué onda», sino para reencontrarse un poco con sí misma, con esa persona más jovial, divertida y menos responsable que solía ser.

Will tiene una vida muy distinta. Es un brewmaster que crea originales cervezas en un bar de Los Angeles del que es en parte dueño. Es el típico hipster de la ciudad, con su pelo teñido, sus camisas de colores, gorritas flojas, pantalones cortos, etcétera. Todo lo opuesto a la madre formal que lleva y trae a sus hijos del colegio que es Sylvia. Pero al mezclarse sus vidas todo pasa a desbarrancarse, en un sentido más caótico que serio. Como en un dibujo animado, casi nada de lo que pasa tiene reales consecuencias –se enojan y se amigan a los dos segundos, el bastante bobalicón marido de ella no la cela casi nunca– y de ahí en adelante pasan a, básicamente, chocarse contra objetos durante ocho o nueve episodios.

Rogen tiene talento para la comedia física –bah, le gusta hacerla, producirla, actuar en ellas– pero su fuerte tiene que ver más con su humor verbal, algo que aquí está bastante desaprovechado. Y si bien la decisión de la dupla creadora de apostar a la comedia clásica es más que valiosa, por momentos uno espera que la propia idea de la serie –la de encontrar en los buenos y viejos amigos una forma de superar la crisis de la mediana edad– cobre algún peso emocional. Pero es claro que aquí se han planteado jamás abandonar el «accidente» como motor de la trama (romper un cuadro, dejar sin luz una fiesta, destrozar un quincho, drogarse de más, romper scooters una y otra vez y así) y al fin de cuentas la apuesta se torna cansina y repetitiva.

En lo básico la trama tiene que ver con el deseo de Sylvia de volver a trabajar como abogada, algo que le resulta muy complejo, ya que no le es fácil reacomodarse al mercado laboral. En el caso de Will, su problema es que sus insoportables socios en la cervecería quieren vender más y llegar a acuerdos comerciales con restaurantes y marcas que él desprecia, y cuya conexión Will boicotea. Los personajes secundarios (la amiga y el marido de ella, los socios de él) son entre fastidiosos, irritantes y poco usados, y los creadores no tienen cómo agregarle nada más a la serie que no sea sumar algún otro tropiezo, papelón o cringe moment de parte de los protagonistas.

Como Byrne y Rogen, reitero, son talentosos y queribles, uno sigue y sigue viendo la serie esperando en algún momento un vuelco, un plus, un giro. Pero no aparece. Con lo que uno se queda, a favor, es con el espíritu jovial de la propuesta y con esta idea ya clásica y muy noble del cine de Stoller ligado a las maneras en las que un hombre y una mujer pueden divertirse juntos –es una serie, salvo por alguna situación específica, llamativamente «asexuada» para los cánones al menos de Rogen–, pero después de un tiempo lo que muchos espectadores sentirán es que ellos no se divierten tanto como parecen hacerlo sus protagonistas. Ver cómo los demás se divierten no es es exactamente lo mismo que divertirse.