Festival de Locarno 2023: crítica de «El auge del humano 3», de Eduardo «Teddy» Williams (Competencia)
La nueva película del director argentino transcurre en Sri Lanka, Taiwán y Perú y se centra en las vivencias de jóvenes que van y vienen, misteriosamente, por esos tres países. En la competencia del Festival de Locarno.
El mundo es una experiencia cercana y lejana a la vez. Todo parece estar al alcance de la mano, pero en realidad no es tan así. La interconectividad es evidente –la pandemia es una prueba irrefutable de eso–, pero las distancias concretas siguen existiendo. En el cine de Teddy Williams, sin embargo, todo eso se funde de una manera que solo podría definir como cinematográfica. Hay espacio, sí. Hay tiempo, también. Pero no en ese orden, deformando una frase de Jean-Luc Godard.
Una forma de estar cerca de todo desde la distancia son los recursos virtuales tipo Google Maps o Google Earth. Y EL AUGE DEL HUMANO 3 lo que produce es una invitación a recorrer el mundo imitando ese formato. Es una película que transcurre, como la primera (no hay segunda, como si se la hubiera tragado la pandemia), en locaciones alejadísimas entre sí, pero a diferencia de la original no hay segmentos diferenciados y separados por «pozos ciegos» que cruzan el espacio y el tiempo, sino que Williams aquí va y viene entre todos. No solo en el montaje sino en los personajes, que cruzan de Perú a Sri Lanka, de Taiwán a Perú y así. Es un cruce idiomático, cultural y geográfico. Una visión del mundo de alguien que parece acercarse desde una computadora, penetrarla, pasar de lo virtual a lo real y quedarse un tiempo ahí intentando entender qué pasa.
EL AUGE DEL HUMANO 3 tiene una cámara, como ya casi es costumbre en la obra de Williams, que no se «comporta» como debería, al menos no según los cánones tradicionales de las escuelas de cine. Sus planos son largos y se extienden por mucho tiempo, pero la cámara no se mueve ni con invisible elegancia ni respeta mucho cuestiones como lo gravedad. En esta película se le agrega un componente más: la cámara muchas veces remeda los bruscos y espásticos movimientos de las cámaras de Google, tal como las usamos cuando recorremos calles y locaciones virtualmente. Es una decisión consciente que ubica al espectador en ese paraje extraño y a la vez lo distancia, lo devuelve a la situación de estar detrás de una computadora.
Es un mundo globalizado el de Williams pero no de la manera convencional. Los cruces son, básicamente, tercermundistas, y se mantienen alejados de cualquier centro de poder. No solo por los países que su cámara recorre sino porque en cada caso lo que experimentamos son las vivencias de un grupo de jóvenes que parecen estar en una lisérgica y permanente gira por los márgenes del primer mundo. La película comienza siguiendo a unos personajes recorriendo una aldea en Sri Lanka, luego se mueve al Perú, siguiendo a un grupo de amigos en sus desventuras cotidianas, y hace lo mismo también –aunque menos– en Taiwán. En un momento, personajes de un segmento empezarán a aparecer en los otros, con los consabidos problemas idiomáticos que a nadie parecen importarles. Y, más sobre el final, todos ellos juntos (o muchos de ellos) experimentarán algo que, si se quiere, es más trascendente. Personal y cinematográficamente abrumador.
Como sucede en todas las películas del realizador, el momento a momento puede tornarse inexpugnable. Si su cine tiene una imagen repetida, esta es la de un grupo de adolescentes caminando y hablando mientras la cámara los persigue y hace saltos mortales para no perderles pisada. Muchas veces esos diálogos son incomprensibles, o no aportan mucho para darle a la película una legibilidad concreta y específica, ya que la cámara está lejos, no tendemos a identificar quién habla y siempre entramos en las conversaciones a media res. Es, si se quiere, hasta un choque cultural, la cámara como mediadora entre un espectador curioso que intenta entender -o, al menos, observar– eso que en una época llamábamos «tribus urbanas». A los protagonistas –y quizás hasta al director– no le preocupa, necesariamente, ser entendidos. No le hablan al espectador, sino entre ellos.
En EL AUGE DEL HUMANO 3 lo que hay es experimentación visual, de principio a fin. Usando cámaras panorámicas de 360 grados de las que se usan para realidad virtual (el operador la tiene montada en su cabeza), con ocho lentes que permitían capturar todo y reformular o decidir la imagen en el montaje –a veces deformando la imagen para que entre en el marco de una pantalla de cine–, Williams va transformando ese cruce de espacios en algo que por momentos bordea lo psicodélico, que coquetea con cierta idea de un misticismo oriental.
El espacio se dobla, el tiempo pierde sentido y las cosas dejan de parecerse a lo que creíamos que eran. Son los protagonistas, sin embargo –estos chicos peruanos en Asia, o taiwaneses en Iquitos–, los que nos devuelven a algo que se parece a la realidad. No importa que sus movimientos y comportamientos sean a veces inexplicables, lo que importa es que, pese a las diferencias que los separan, lo que los termina uniendo es algo así como la convicción de que hay un único planeta que los contiene a todos por igual. Y en ese encuentro con la imponente y cruel belleza del mundo, las diferencias desaparecen, se borran por completo.