Estrenos: crítica de «El conde», de Pablo Larraín (cines y Netflix)

Estrenos: crítica de «El conde», de Pablo Larraín (cines y Netflix)

El dictador chileno Augusto Pinochet es un vampiro que ha vivido varios siglos en esta comedia negra del realizador de «El club» y «Spencer». En salas de cine desde el jueves 7 y en Netflix desde el viernes 15 de septiembre.

Entre la sátira y el terror, entre la comedia negra y el drama de vampiros, EL CONDE es un intento de Pablo Larraín por narar la historia de Augusto Pinochet desde una perspectiva inusual, escapando a los recorridos conocidos y a los datos históricos relevantes que ya fueron varias veces repasados. De una manera aún más extravagante, es un poco lo mismo que hizo con Jackie Kennedy y Diana Spencer: tratar de reinventar el concepto biográfico desde un punto de partida inusual. En aquellos films Larraín tomaba un hecho concreto de las vidas de ambos personajes y los usaba como metáforas de sus vidas. En el caso de Pinochet ese sistema aparece también, pero dentro de otro que troca minimalismo por épica. Lo que cuenta la película es la vida (las vidas) de un vampiro despreciable que es parte de algo así como la Historia del Mal.

La parte mínima y específica se ubica en el centro del film y se puede resumir como una comedia dramática con toques de absurdo cuyo tema es el dinero y la reputación. Pinochet ya no es más presidente —la película pasa de largo toda esa etapa, casi como en un suspiro—, ha falseado su propia muerte y ahora es un viejo y amargo señor que vive en un caserón y cuyos hijos se disputan valiosas propiedades que el hombre fue “consiguiendo” a lo largo de su vida. Allí aparecen miserias de todo tipo, pero más que nada económicas: después de todo lo que sucedió, lo que más parece importarles a sus hijos es probar que esas propiedades son de ellos legalmente y definir quién se queda con qué cosa. De hecho, los impropios manejos económicos de Pinochet “escandalizaron” a la clase alta chilena mucho más que los crímenes de lesa humanidad cometidos durante sus años en el poder.

Pero esa patética disputa familiar —que el propio y cansado dictador observa como algo miserable y que está por debajo de su reputación— se integra en una trama mucho más grandiosa que empieza en la corte de Luis XVI, en la Francia del siglo XVIII, cuando se nos muestra a un tal Claude Pinoche que no es otra cosa que un vampiro asesino, de los más crueles, un obsesivamente fiel servidor de Marie Antoinette que logra sobrevivir a la Revolución gracias a sus “talentos” y se mantiene con vida haciendo de las suyas a lo largo de los siglos, un Forrest Gump de algunos de los hechos más oscuros de la historia. Narrada con una voz británica reconocible pero que no se revelará cuál es hasta mucho después, la película comienza como un cuento entre brutal y picaresco, una comedia negra con mucho de gore filmada en lustroso blanco y negro.

La acción llega a Chile, donde el hombre es la cabeza del golpe militar contra Salvador Allende, lo cual lo lleva a lo que todos conocemos: una dictadura brutal que se extendió hasta 1990. Pero así como Larraín no se detiene en asuntos políticos específicos de la época sí le da importancia a la figura de Lucía Hiriart (Gloria Münchmeyer), su esposa y socia en esto del accionar cruel y criminal. Con ella tiene cinco hijos, que serán importantes en el resto del relato, que transcurre ya terminada la dictadura, y que pone el eje en los esfuerzos familiares por quedarse con el dinero que el hombre tiene escondido en alguna parte de su extravagante y gótica mansión patagónica, entre otras cosas.

Es que hay dos personajes más que son centrales a la historia. Por un lado está Fyodor (Alfredo Castro), que encarna a su mayordomo, fiel mano derecha y hombre siniestro que lo ayuda en todo y se considera su verdadero heredero. Y, por otro, una contadora llamada Carmen (Paula Luchsinger) que llega a la casa contratada por los hijos para poner en orden sus posesiones, pero que en realidad tiene otro objetivo —y otra profesión— muy diferente. Y también otros destinos, a partir de las cosas que le van sucediendo una vez que llega y se instala en el lugar.

EL CONDE es una película ambiciosa y extraña, que no siempre funciona del todo bien —es demasiado oscuro su tema como para que la parte cómica sea efectiva y un tanto indecisa en cuanto a qué historia quiere contar y cuál es su centro más allá de la maldad evidente de su protagonista— pero que intenta, a través de la figura de Pinochet, hacer una suerte de repaso histórico de algo que podría denominarse como “las fuerzas del Mal” y ver cómo esas fuerzas han sobrevivido, se han expandido y replicado a lo largo de los siglos, haciéndose pasar por humanos.

Pinochet (encarnado por Jaime Vadell) se comporta más como un niño caprichoso y despiadado que alguien que, filosamente, controla los destinos de los que están a su alrededor, rol que le cae más claramente a su “macbethiana” esposa y su quizás no tan fiel ayudante. Entre las escenas más llamativas están las que lo muestran volando sobre Santiago a la búsqueda de sangre joven para beber (primero la pasa por una licuadora como si fuera un cóctel energético para el desayuno) o las que involucran su un tanto más ambigua relación con «Carmencita». Así como en gran parte del tiempo la película es claramente deudora de cierto expresionismo alemán (NOSFERATU, M), en algunas escenas aspira a un registro más lírico y cercano al cine de Carl T. Dreyer, Luis Buñuel o el realismo poético francés de los años ‘30.  

Con los hijos (interpretados por Antonia Zegers, Catalina Guerra, Marcial Tagle, Diego Muñoz y Amparo Noguera) pasa lo mismo: sus ideas políticas no tienen ningún peso en relación a sus miserias y egoísmos personales. Son grandulones sin mayores objetivos en la vida que quedarse con la plata de sus padres y malgastarla. En esos momentos EL CONDE tiene algo de EL CLUB, otra película que trataba de imaginar una reunión de personas de similares y oscuras características. Aquellos, al menos, tenían perturbaciones un poco más complejas. De todos modos, la película de Larraín a la que EL CONDE temáticamente más se acerca es POST-MORTEM, otro relato fascinado por la mórbida idea de ir más a fondo respecto a las zonas más oscuras de la dictadura. De hecho, ese bien podría haber sido el título de esta inquietante e incómoda película sobre un vampiro que hace quedar a los otros como niñitos de yugular.