Estrenos online: crítica de «Limbo», de Ben Sharrock (Star+)
Esta comedia dramática, con clara influencia del cine de Aki Kaurismaki, se centra en varios refugiados de distintos países del Tercer Mundo que esperan, en una desolada isla escocesa, ser admitidos en Gran Bretaña.
Con tan solo ver unos segundos de esta película es imposible no pensar en dos claras referencias: Aki Kaurismaki y Elia Suleiman. Es tan similar la puesta en escena, la sorpresa de los contraplanos, la fotografía, el encuadre y el humor que uno podría pensar que se equivocó de película y que este no es un drama sobre refugiados. Pero si bien las influencias de Sharrock parecen más que evidentes, de a poco LIMBO se va convirtiendo en algo más personal, girando delicadamente el dial del humor y la ironía para apuntar más a fondo a la tristeza y al dolor de la situación. Y si bien es cierto que los cineastas antes citados hacen eso también, ahí Sharrock se desvía más claramente de sus influencias apuntando más directamente al drama y a la emoción.
El LIMBO del título es bastante literal. Se trata de una isla en el norte de Escocia (la North Uist, una de las llamadas Hébridas Exteriores), un lugar destemplado, vacío y desangelado en el cual un grupo de inmigrantes de varios países esperan ser aceptados como refugiados políticos en Gran Bretaña. No saben por cuánto tiempo estarán ahí, por lo que los días se van en pasar el tiempo aprendiendo costumbres británicas que, supuestamente, algún día usarán (la parte más humorística del relato, con la actriz danesa Sidse Babett Knudsen enseñando pasos de bailes o usos específicos del idioma), viendo mil veces los únicos episodios de FRIENDS que tienen en DVD o llamando, desde un desolado teléfono público, a sus familiares. Esperan, más que nada, a Godot o como sea que se llame el Servicio de Inmigraciones Británico.
El film se centra en un grupo de cuatro de estos inmigrantes en una cuarentena eterna (abierta, pero cuarentena al fin). En especial en Omar (Amir El-Masry), un joven de Siria que ha escapado de su país. Su familia está partida en varios lugares: sus padres llegaron a escapar hasta Turquía y siguen allí mientras que su hermano se quedó a pelear en su tierra. De todos ellos es el más consciente, perturbado y apenado por la situación. Es músico pero no puede ni acercarse a su instrumento (el oud, una especie de guitarrón) y sufre cada vez que se comunica con su madre, aún cuando hablan de cosas banales como una receta de comida o las diferencias entre Stallone y Schwarzenegger («¿El austríaco? ¿El de RAMBO?»)
El cuarteto lo completan un refugiado de Afganistán llamado Farhad, que es casi su opuesto: amable y simpático, es un fanático de Freddie Mercury (usa un bigote similar) que asegura haber ido a Gran Bretaña por él, y dos hermanos africanos que se la pasan peleando entre sí por cualquier cosa: desde la relación entre Rachel y Ross en FRIENDS (más que nada la importante y muy discutida en los ’90 diferencia entre «break» y «break up«) hasta por el sueño de uno de ellos de jugar al fútbol en el Chelsea. En el lugar hay un supermercado, cuyo dueño es un seco escocés de familia pakistaní, un pub y apenas unos pocos habitantes más, no necesariamente amables con los inmigrantes.
Pero el aire de comedia absurda, de a poco, va cediendo paso a la tristeza y a la amargura del protagonista, quien va sintiéndose cada vez peor por la decisión tomada, extraña a los suyos y empieza a pensar que tal vez habría sido mejor quedarse peleando en Siria que estar pasando el tiempo en medio de la nada misma. Farhad quiere entusiasmarlo para que vuelva a tocar el oud en el pub local –le dice que será su agente–, pero Omar no parece prestarle atención. Es el rostro de El-Masry, sus ojos siempre tristes y al borde del llanto, los que van convirtiendo a la película seca y humorística del principio en un drama más convencional pero igualmente emotivo.
Es cierto que las metáforas planteadas pueden ser un poco obvias –la película no va por el lado de la sutileza en ese sentido–, pero no por eso dejan de tener sentido. Como sucede en muchos campamentos de refugiados reales (este no lo es, claramente), la desesperanza, el hastío, el humor casual para pasar el tiempo y la nostalgia van mellando el ánimo de las personas que esperan, eternamente, por alguna respuesta. Sharrock –director británico de PIKADERO, película con similar estilo que transcurría en el País Vasco– vuelve a centrarse en la vida de extranjeros en su segundo film, en este caso a partir de lo que fueron sus experiencias vividas en Siria.
Parte de la belleza de la película tiene que ver con su puesta en escena, su formato 4:3 (esta última foto representa mejor el tipo de encuadre que las anteriores, por algún motivo recortadas por la producción para la prensa), los planos generalmente un poco más extensos que lo habitual y el uso del contraplano, que es gracioso e irónico primero, pero triste y emotivo después. Seguramente sin la manera poética de filmar ese escenario y a los personajes que sobreviven ahí la película perdería buena parte de su fuerza.
Es cierto que LIMBO podría beneficiarse de una duración un tanto más corta o evitar algunos desbordes sentimentales sobre el final (que parecen sacados de otra película), pero el espíritu del film trasciende esos pequeños problemas. La mirada triste de Omar y el paisaje desolado y ventoso que funciona como contraplano dicen casi todo lo que uno necesita saber sobre la brutal experiencia de los refugiados en cualquier lugar del planeta. La soledad, la tristeza y, sobre todo, la incertidumbre de no saber si habrá un mañana mejor.