Clásicos online: crítica de «Contacto en Francia» («The French Connection»), de William Friedkin (Star+)

Clásicos online: crítica de «Contacto en Francia» («The French Connection»), de William Friedkin (Star+)

Este violento policial urbano, de 1971, se centra en dos policías que tratan de atrapar a una banda que está trayendo un cargamento de heroína desde Francia a Nueva York. Con Gene Hackman, Roy Scheider y Fernando Rey. Disponible en Star+.

Hay una particular energía en CONTACTO EN FRANCIA que es muy difícil de replicar. William Friedkin la llamaba “documental inducido” y decía haberse inspirado en Z, de Costa-Gavras, para conseguirla. Además de eso, el realizador había dirigido cientos de horas de televisión en vivo en los años ‘50 y ‘60, en su natal Chicago, y había logrado cierta repercusión con un par de documentales que tenían resabios del llamado “cinema verité”. Es ese universo en el que se maneja esta extraordinaria película, una que se ve como si estuviera sucediendo en vivo, delante de nuestros ojos. Cuenta el realizador en su autobiografía “The Friedkin Connection – A Memoir”, que el truco se lograba también no permitiendo que el camarógrafo viera los ensayos de las escenas, por lo que, cuando le tocaba filmarlas, tenía que ir descubriéndolas en el momento, moviendo la cámara instintivamente hacia donde lo llamaba la acción.

La cámara nunca descansa en CONTACTO EN FRANCIA. O casi nunca. Es una película con pocos, poquísimos diálogos, y una que funciona como si un tercer hombre estuviera siguiendo, tratando de que no lo vean –el uso de zooms y teleobjetivos incrementa esa sensación–, a dos intensos y agresivos detectives neoyorquinos mientras intentan descifrar los movimientos de un grupo de personas que, están casi seguros, “andan en algo” relacionado con el tráfico de drogas. Ellos son Jimmy Doyle, al que todos llaman “Popeye” (un joven Gene Hackman, en su primer protagónico) y Buddy “Cloudy” Russo (Roy Scheider, futuro protagonista de TIBURÓN y ALL THAT JAZZ). Sus primeros movimientos delatan su modus operandi, especialmente el de Popeye: son tipos duros, agresivos y un tanto racistas que no tienen problema alguno en agredir verbal o físicamente a cualquier sospechoso de estar vendiendo drogas, especialmente en algunos barrios alejados de Brooklyn, donde transcurre gran parte de la película.

Popeye y Cloudy no tienen tiempo para largos diálogos y no hay nada parecido a un pasado visible de los personajes acá. Son dos policías experimentados y de bruscos modales (Popeye juega al policía malo y Cloudy al bueno, pero nunca es del todo claro si es o no una pose), que tampoco son del todo bienvenidos entre los suyos. Saben que son buenos por su historial de detenciones, pero nadie parece tenerles paciencia. Popeye es bastante agresivo, casi maltratador, y hasta sus colegas lo dejan de lado. Pero el tipo está convencido de que en su mundillo de matones italianos de poca monta y dealers afroamericanos algo está pasando. Y se pone a seguir a un tal “Sal” Boca (Tony Lo Bianco), que tiene con su mujer un barcito en la hoy de moda zona de Bushwick que, en 1971 –cuando se filmó la película– era bastante distinta. Mientras lo siguen y lo espían van convenciéndose de que está metido en algo grande, algún tipo de cargamento de drogas que viene del exterior.

En paralelo Friedkin nos irá introduciendo al costado “francés” del asunto. En unas pocas escenas rodadas en Marsella –que en apariencia son más calmas y elegantes pero que tienen su inesperado momento de violencia– conocemos a Alain Charnier (el actor español Fernando Rey, cuya confusa contratación parte de una gran anécdota que pueden leer por acá), quien planea con unos socios contrabandear heroína a los Estados Unidos por un valor de mercado de 32 millones de dólares (con la inflación serían más de 240 millones de hoy), trayéndola en barco y escondida en un auto de una estrella de la TV francesa para despistar. De a poco, Popeye, al que le cuesta convencer a sus superiores de que le den los recursos para llevar a cabo la investigación, se da cuenta que se ha topado con algo importante.

No hay mucha más historia que esa. CONTACTO EN FRANCIA se arma a partir de movimientos constantes, ya que es una película esencialmente física: aprietes policiales violentos, persecuciones callejeras a pie, un fascinante juego de escondidas entre Popeye y Charnier en una estación de subte de Manhattan –escena que recuerda bastante a una de Jean-Pierre Melville, otra influencia en el cine de Friedkin–, autos que se desarman y rearman, alguna balacera sorpresiva y, sobre todo, una hoy célebre persecución por las calles de Brooklyn que se extiende por más de diez minutos y en la que el detective persigue a Pierre Nicoli (Marcel Bouzzuffi), uno de los matones de Charnier, mientras uno va en coche y el otro está a bordo de un subte. Esa escena marca el punto culminante de la acción y es en buena parte responsable de la fama de clásico que el film tiene –entre otras cosas, por la manera en la que Friedkin la filmó, sin pedir permisos ni nada parecido–, pero está lejos de ser el único valor de la película. Es, si se quiere, la “frutilla del postre” de un policial que hoy tiene, formalmente, la misma intensidad, vibración y nervio que entonces. Quizás más.

Es que nos hemos acostumbrado a escenas de acción tan pasteurizadas por los efectos digitales que ver el caos real que involucran genera ansiedad en el espectador. Pero no solo eso. Lo que transmite la película es una verdad que va más allá del choque de un auto contra una pared o un tiroteo en un vagón de subte. Y eso se ve en un protagonista que está lejos de ser políticamente correcto, que es agresivo, borracho, machista, hace comentarios racistas y no tiene paciencia con nada ni con nadie. Friedkin siempre se ha caracterizado por esa manera directa, sin vueltas, de decir y mostrar las cosas. Y CONTACTO EN FRANCIA, si bien está lejos de ser su primera película (es su quinto largo de ficción, a lo que hay que sumarle documentales como este) tiene la fiereza y el riesgo de alguien que no toma prisioneros, que improvisa y descubre una forma de narrar sobre la marcha. Es que pese a su experiencia, la película fue para él y para muchos de sus colaboradores la primera vez en la que hacían un relato de acción y suspenso.

Basada en un caso real tal como fue contado en la novela de Robin Moore (con algunas modificaciones de época y detalles, pero muy fiel en lo esencial) y ganadora de cinco de los más importantes premios Oscar a la producción de 1971 (mejor película, director, actor, montaje y guión adaptado) sobre ocho nominaciones, CONTACTO EN FRANCIA toma también inspiración de la nouvelle vague y de esa manera libre y desprejuiciada de filmar en las calles, de manera desprolija, con cortes que no son necesariamente “académicos” y capturando algo que se parece mucho a una verdad urbana. Es que, en un tercer plano (más allá de la trama en sí y de los personajes), la película es un retrato muy realista de la Nueva York de principios de los ‘70, especialmente de las zonas alejadas de cualquier folleto turístico. Para Friedkin –un realizador nacido y criado en Chicago, una ciudad con escenarios y mundillos similares a los que se muestran aquí–, la película también era una excusa para meterse en esos bajos fondos urbanos en los que las diferencias entre policías y criminales por momentos parecen ínfimas. Un mundo en el que la ley es un concepto un tanto turbio y quienes deberían aplicarla son tan o más cuestionables que los que supuestamente la rompen.

Como muchos otros directores llegados al cine tras años de experiencia televisiva (como Sidney Lumet, John Frankenheimer y, en otro sentido, Robert Altman), Friedkin le dio un giro al cine de Hollywood de los ‘70 llevando a muchos directores de la siguiente generación (él era unos años mayor que Coppola, Scorsese, Bogdanovich, De Palma, Spielberg y demás) a acercarse de manera más directa a esa “suciedad callejera” que tan bien retrata aquí. Poco después de CONTACTO EN FRANCIA, películas como RETO A MUERTE, SERPICO, CALLES SALVAJES, LA CONVERSACIÓN, TARDE DE PERROS o ASESINOS S.A., entre otras, incorporarán muchos de sus modos. Y lo mismo harán las películas de género. A partir de los personajes y las persecuciones que se ven en este film, los protagonistas de los policiales y las escenas de acción de los años siguientes no serían iguales, algo que se puede comprobar viendo LA CAPTURA DEL PELHAM 1-2-3, GONE IN 60 SECONDS o las secuelas de HARRY EL SUCIO, entre muchas otras que fueron influenciadas por el realismo seco y violento de este clásico del gran William Friedkin. Una película que está a la altura, si no supera, a su otro gran clásico de 1973, EL EXORCISTA.

“Ruido, velocidad y brutalidad” eran los términos que usaba la crítica Pauline Kael en su momento para referirse a algunos aspectos de CONTACTO EN FRANCIA. Y en esas tres palabras entran casi todas sus características, desde las formales a las temáticas, pasando por las psicológicas. La música de jazz, compuesta por Don Ellis (ver algunas composiciones abajo) aparece bastante poco, mezclándose de manera extraordinaria con el machacoso caos urbano que envuelve la acción. Y la velocidad está dada por algunas enormes elipsis (todo parece suceder en unos pocos días pero en realidad es mucho más) y la constante movilidad de una cámara que trata de encontrar a los protagonistas como si fuera un espía que sigue todo desde lejos. Y en lo que respecta a la brutalidad –que quizás sea lo que hoy más llama la atención de este clásico, al punto que le quisieron modificar algunas escenas–, la película de Friedkin parte de la base de que Popeye Doyle es un antihéroe que jamás busca nuestra simpatía. Aspero, hosco y agresivo, representaba una mirada desencantada sobre la policía y también sobre el mundo que había en los Estados Unidos en esa época. No hay una victoria para celebrar al final de la historia que cuenta CONTACTO EN FRANCIA. Hay un disparo fuera de campo y la sensación de que, finalmente, nada cambiará para mejor.