Berlinale 2024: crítica de «Pepe», de Nelson Carlo de los Santos Arias (Competencia)
Esta excéntrica y fascinante película se basa libremente en la historia de los hipopótamos que fueron «importados» por la fuerza a Colombia por el narco Pablo Escobar en los años ’80. En la Competencia del Festival de Berlín.
En el slot que la mayoría de los grandes festivales tienen, en sus competencias oficiales, para esas películas raras, fuera de norma (en Cannes 2023 lo fue PACIFICTION, con la que esta tiene más de un punto en común), se ubica PEPE, el nuevo film del realizador dominicano de la premiada COCOTE, un ambicioso y peculiar relato que pasa de lo experimental a lo cómico y en el que se cuenta la historia de un hipopótamo que nació y creció en la zona del Río Magdalena, cerca de Medellín, Colombia. Cómo esos hipopótamos llegaron allí y qué pasó con ellos luego es el eje de esta historia, que está libremente inspirada, aunque parezca insólito, en un hecho real.
Primero, algo de contexto. En los años ’80 el entonces poderosísimo narcotraficante Pablo Escobar, capo del Cartel de Medellín, se armó un zoológico privado en la enorme Hacienda Nápoles, de su propiedad. Entre los diversos «animales exóticos» que trajo se contaban un grupo de cuatro hipopótamos pequeños y, para no spoilear algunas de las rarezas y descubrimientos del film, no contaremos mucho más. Lo cierto es que hoy hay cientos de hipopótamos en Colombia y que Pepe, como se llama al protagonista de esta historia, es uno que existió en la realidad. Pero a diferencia de este, imagino que no hablaba (o pensaba en) varios idiomas.
La primera mitad del film del dominicano es la más experimental y le pone una voz a Pepe para que cuente su historia, una voz que se hace cargo de su imposible existencia –como si el propio hippo admitiera que es una licencia poética, pasando de hablar en afrikaans, a un idioma nativo, de ahí al alemán y luego al castellano– pero que a la vez narra las vidas de sus progenitores en Africa y las combina con un curioso anecdotario de lo que sucede allí: guías llevando a turistas alemanes y hablándoles de las costumbres de esos animales, planos desde drones donde se los ve funcionar en su hábitat natural y otros ejemplos de lo que podría ser una versión bizarra de un documental de National Geographic.
Esa etapa concluye con el encierro de cuatro de ellos y su traslado a Colombia, donde son llevados en una camioneta por dos jóvenes inexpertos y ahí confirmamos lo que algunas imágenes del principio dan a entender: que irán a parar a la hacienda de Escobar. Pasan los años, nace el tal Pepe y años después una serie de circunstancias hacen que lo marginen de la manada y se separe junto a una hembra de su familia. Y la segunda parte de la película cambiará el punto de vista, tomará los hábitos de una comedia popular algo excéntrica, para centrarse en Candelario (Jorge Puntillón García), un veterano pescador de la zona, un viejo borrachín que se topa con el hipopótamo en el río, quiere alertar a su esposa y a las autoridades locales de su existencia, pero nadie le presta atención ni le cree.
Muchos de los hechos reales de la historia han sido cambiados de forma lúdica –se dice que los hipopótamos llegaron a Colombia en realidad desde un zoológico de San Diego, pero eso es tan dudoso como lo que se cuenta aquí–, pero lejos está De los Santos por preocuparse por el realismo. Lo que busca, a su modo, es poner al espectador en la supuesta perspectiva de estos animales que son capturados de su hábitat natural, llevados a un lugar muy diferente (más allá de ciertas similitudes selváticas) y se tienen que empezar a «relacionar» con personas que desconocen por completo sus hábitos y costumbres.
Los mitos, leyendas y el estilo experimental de esa primera parte –que incluyen la muerte de Escobar y la transformación del zoológico privado en un parque temático abierto al público– dan paso a una simpática y bastante delirante comedia en la que Candelario, su esposa, sus colegas, las chicas que compiten en el concurso de belleza de la zona, las prostitutas, las autoridades y los gendarmes van apareciendo, negando primero el hecho, luego volviéndose un tanto más curiosos a partir de menciones en los programas de televisión (se ven desde noticieros a dibujos animados, como el famoso Pepe-Pótamo, de Hannah-Barbera, de donde se sacó el nombre del animal) y, finalmente, llevados a tener que encontrar una (mala) solución para resolver el problema de poder internarse sin miedo en el río.
Más allá de la impactante fotografía aérea –que, junto a las locaciones y a la propia lógica inasible del relato, hacen acordar al citado film de Albert Serra–, lo que PEPE propone es una forma lateral y simpática, alejada de cualquier tono sentencioso de los film de denuncia, de hacer una crítica de este tipo de prácticas y costumbres. Acá no hay jamás un intento por demonizar a los locales y hasta la figura de Escobar es tratada más de manera irónica que otra cosa, pero gracias a las imágenes, a la voz misteriosa del tal Pepe y a la propia lógica absurda del asunto es imposible no pensar en el desastre ecológico que generó esta situación y que tiene consecuencias hasta hoy.
El uso del blanco y negro mezclado con imágenes filmadas en celuloide (parece ser 16 mm.) y también en digital le otorgan a PEPE una capa de extraña belleza y de poesía para contar algo que toma las características de leyenda sin dejar de ser muy pero muy terrenal. Lo que por momentos parece ser un relato mitológico, de enormes y parlantes criaturas que habitan impactantes escenarios naturales, en el momento menos pensado troca en una comedia sobre dos adolescentes fumados que no saben que llevan en su camioneta un grupo de incómodos hipopótamos. Y la separación dramática de Pepe de la manada da paso a una extendida y graciosa pelea entre Candelario y Betania, su muy directa e hilarante esposa, que no le cree en la que quizás sea la única vez en la que dice la verdad.
Una larga escena de un concurso de belleza local en el que cada chica habla de sus deseos de cambios y de sus sueños al micrófono refleja a la perfección el modelo utilizado por el realizador dominicano. Alguno podrá pensar que lo que se narra allí no tiene nada que ver con la historia central, y quizás sea cierto, pero esa lógica del desvío, de lo inesperado, de priorizar el retrato cálido de las costumbres de la zona en lugar de conjurar un thriller sobre la persecución de un animal, es lo que distingue a PEPE de cualquier otro film que se podría hacer sobre ese mismo tema. La prioridad aquí es el cine y si una escena cuadra dentro de esa amplia y generosa filosofía (de filmar pero también de vivir), la escena queda. El hipopótamo puede esperar.
COCOTE tenía un formato igualmente libre y priorizaba momentos de belleza puramente cinematográfica «a costa», dirían los profesionales del guión, de ofrecer una historia más clara y contundente. Acá pasa más o menos lo mismo. Quizás PEPE no sea tan lograda como aquella –hay una diferencia muy grande entre las dos partes y mi sensación es que la etapa más «primera persona» del relato por momentos se pasa de rosca–, pero funcionan con una misma idea acerca de lo que es el cine: un receptáculo de infinitas posibilidades creativas, un campo de pruebas en el que ir siempre un poco más allá, adónde pocos se atreven. Viendo PEPE me fue inevitable pensar en el fallecido realizador colombiano Luis Ospina. Seguramente él habría disfrutado muchísimo de esta película excéntrica e inclasificable que De los Santos filmó en su querido país.