Festival de Shanghai: crítica de «Adulto», de Mariano González
Este drama familiar se centra en adolescente que se las debe arreglar por su cuenta cuando su padre es internado tras un accidente con la moto. Con Juan Minujín, Camila Peralta y Alfonso González Lesca.
La adultez es un concepto complicado, incierto. No está dada por la edad, es cierto, pero tampoco necesariamente por la experiencia o los aprendizajes. Un adulto puede serlo por un rato y luego abandonarse a pulsiones que quizás no sean consideradas maduras, pensadas o meditadas. Un niño o un adolescente, por el contrario, puede actuar de un modo adulto aunque le falte mucho para la mayoría de edad. La responsabilidad, el hacerse cargo de las cosas –aún de los errores– y el darse cuenta de que el mundo involucra mucho más que satisfacer tus propios deseos y necesidades es algo que va más allá del número de documento.
En las películas de González —ADULTO cierra una suerte de trilogía iniciada por LOS GLOBOS y seguida por EL CUIDADO DE LOS OTROS–, las personas «mayores de edad» suelen ser las más problemáticas, las que más dificultades tienen a la hora de hacerse cargo. Las de estos tres filmes son historias contadas de manera minimalista que ponen el acento en la relación entre adultos y niños de distintas edades, relaciones en las que por lo general los papeles parecen invertidos. Su nuevo film es un paso más, una mirada distinta, dentro de esa búsqueda. Aquí el chico ya no es un niño sino un adolescente. Y tiene una edad en la que empieza a darse cuenta de las fragilidades de los adultos, de esos que supuestamente se tienen que ocupar de ellos.
Hay una escena al principio que deja en claro –para el espectador, aunque no para Antonio, el protagonista, interpretado por Alfonso González Lesca, hijo en la vida real del realizador– esas limitaciones. Raúl (Juan Minujín), su padre, lo lleva en una moto por las calles del barrio de Saavedra, donde viven. En un momento los ve una policía y, como es ilegal llevar a un menor de edad arriba de una motocicleta y más sin casco, los detiene. Antonio se baja y su padre, Raúl, sigue de largo con la moto, se escapa. El asunto no es grave –es apenas una contravención–, pero la actitud deja en evidencia lo mencionado antes. El que se hace cargo no es, necesariamente, el que debería hacerlo.
Raúl no está casi nunca en su casa –por trabajo, por otros motivos, no se sabe– y Antonio se maneja todo el día solo: va a dormir a lo de un amigo o el amigo va a su casa, se cocina y se arregla a veces con ayuda de Eloísa (Camila Peralta), una mujer que vive y trabaja cuidando a una anciana en la casa de al lado. El chico estudia, prepara sus trabajos prácticos y se organiza solo, pero un día la cosa pasa a mayores porque Raúl no solo no regresa sino que no contesta los mensajes y no sabe dónde está. Al principio no se preocupa demasiado –es evidente que su modus operandi es un poco así–, pero pronto le empieza a llamar la atención su silencio.
Allí se entera que su padre está internado tras un accidente con la moto y lo va a ver a una clínica. Y es así que el chico empieza a tener que ocuparse de comprar comida y de ganar algunos dineros para pagar también el arreglo de la moto, por lo que terminará robándose cosas en supermercados y tratando de vender lo adquirido de ese modo. Pero lo que no sabe es que la situación es más complicada de lo que parece y que su vida no volverá a ser igual a como era antes. De a poco el concepto de adultez en el grupo empieza a girar. Su papá y su vecina callan o miran para otro lado ante una situación que es compleja. Y el chico de 14 años se va dando cuenta no solo de que tiene que hacerse cargo de muchas cosas sino de la fragilidad de quienes supuestamente deberían cumplir ese rol.
Como en sus anteriores películas, González narra de un modo similar al de los hermanos Dardenne –especialmente de sus primeros films–, siguiendo a los actores de muy cerca, en el día a día, con la cámara observándolos a cada paso mientras hacen, trabajan, van y vienen. No hablan demasiado –o hablan de cosas prácticas, nunca de sentimientos–, pero nos vamos dando cuenta de todo lo que les pasa a través de sus miradas. Sabemos que Raúl miente, que Eloísa no dice toda la verdad y que Antonio, de a poco, se va dando cuenta de que algo pasa sin que nadie diga nada. Los silencios, la forma circular de hablar, la incomodidad. Son señales que van dando cuenta de un mundo.
González recorta los tiempos dejando grandes elipsis que llevan al espectador a completar lo que no se ve ni se dice. Nuestro punto de vista es el del chico y vemos lo que él ve, sabemos lo que él sabe. Nadie «expone» nunca la previa de la historia: no sabemos si hay o no hay madre, si hay o no alguna situación similar en el pasado y queda a nuestro criterio adivinar cuáles son las relaciones entre los personajes o lo que hacen cuando Antonio no los ve. El fuera de campo queda realmente afuera y uno lo llena como quiere o puede. En ese sentido el cine de González es profundamente bressoniano: lo que está es lo que es, lo que se ve. La superficie es la película. El resto se infiere, existe en un pacto tácito entre director y espectador.
Hay escenas que emocionan en ADULTO porque, de golpe, esa sequedad se quiebra mínimamente. Es todo tan «palo y a la bolsa» en su minuto a minuto que cuando se produce un silencio más incómodo que lo normal, cuando un personaje se entera de algo que lo shockea o cuando el protagonista sabe que tiene que ser él el adulto de ese grupo familiar, el espectador lo siente como un mazazo. Ahí la película saca provecho al máximo de su sistema narrativo. Es que González no les pide ni a Minujín ni Peralta –tampoco a Valeria Lois o a Sofía Gala, que tienen apariciones más breves– que juzguen ni mucho menos que condenen moralmente a sus personajes, por más discutibles que sean algunas de sus decisiones. Los deja existir en la pantalla. Y que sean los espectadores los que saquen sus propias conclusiones. No solo acerca de quienes son o no son «adultos», sino sobre qué significa esa engañosa y ambigua palabra.