Festivales: crítica de «El jockey», de Luis Ortega (Venecia / Toronto / San Sebastián)

Festivales: crítica de «El jockey», de Luis Ortega (Venecia / Toronto / San Sebastián)

Un famoso jockey de carreras de caballos se mete en problemas tras un accidente y su jefe lo busca para matarlo. Con Nahuel Pérez Biscayart, Ursula Corberó, Daniel Giménez Cacho, Daniel Fanego y Mariana Di Girolamo, entre otros. Va a los festivales de Venecia, Toronto y San Sebastián y se estrena en Argentina el 26 de septiembre.

En las películas de Luis Ortega, casi en su filosofía de vida, hay un valor máximo puesto en el ejercicio de la libertad. Alejado de los usos actuales y economicistas del término, la libertad de la que habla su cine y la que intentan vivir sus personajes pasa por desprenderse de casi todos los lazos que los unen a la sociedad organizada. Sea por el lado del robo (como en EL ANGEL), de los secuestros y asesinatos (la serie HISTORIA DE UN CLAN) o por vivir en los márgenes (casi todas las demás películas, incluyendo LULU), lo cierto es que los seres que habitan su cine caminan siempre en la cuerda floja y están a todo momento a punto de caerse definitivamente.

El protagonista de EL JOCKEY, Remo Manfredini (Nahuel Pérez Biscayart), puede que sea el caso más radical, en cierta manera, de todos ellos. El tipo es, en efecto, un célebre jinete de caballos de carreras, famoso por su destreza y sus legendarias victorias, pero que claramente no está pasando por su mejor momento. Está permanentemente alcoholizado, roba y se toma las drogas que son para los caballos y en algunas carreras no está en condiciones ni de salir de las gateras. Tiene una novia, Abril (la española Ursula Corberó), que también es jockey, está embarazada y parece tolerar su estilo de vida, pero está al borde del agotamiento.

Remo trabaja para Sirena (el mexicano Daniel Giménez Cacho, el «Zama» de ZAMA), una especie de empresario/mafioso que lo necesita recuperado para montar un carísimo caballo que acaba de comprar en Japón y con el que espera ganar el Gran Premio. Y, para ponerlo al jockey en condiciones y curarlo de sus adicciones, los encierra a ambos en un cobertizo. Remo tiene tres matones (interpretados por Daniel Fanego, Osmar Núñez y Roberto Carnaghi) que lo vigilan, pero no pueden evitar que una y otra vez el tipo se meta en problemas. Hasta que llega la carrera con el caballo japonés en cuestión y las cosas, previsiblemente, vuelven a salir mal. Muy mal.

EL JOCKEY (que se llamaba originalmente «Matar al Jockey«, título que conserva en el inglés «Kill the Jockey«) gira radicalmente a partir de ese momento. Sin spoilear, diremos que Remo se escapa, se vuelve irreconocible, parece haber perdido toda conciencia de sí mismo –de quien es, básicamente– y anda por el mundo como un hombre sin conciencia. O eso parece. A la par, por lo que pasó en la carrera y luego de eso, Remo y sus mafiosos lo buscan para liquidarlo. Pero no son los únicos. También Abril y otros personajes de su mundo (curiosas criaturas encarnadas por Luis Ziembrowski, Jorge Prado y otros) quieren dar con su paradero. Tampoco es seguro de que, si lo encuentran, el hombre sepa realmente quienes son. Y quien es él.

Estilística y temáticamente, la película tiene muchos elementos que recuerdan el cine de Aki Kaurismaki. La puesta en escena cuenta con la fundamental colaboración del fotógrafo Timo Salminen, quien trabajó en casi todas las películas del finlandés, lo que le da a EL JOCKEY una paleta de colores, de planos frontales y de iluminación que son características de ese cine. Algo similar sucede con las actuaciones secas e inexpresivas, el aspecto entre hiperrealista y freak de muchos de los personajes, una música un tanto caprichosa pero fascinante (acá hay clásicos del pop, del rock y de la canción melódica argentina y latinoamericana de los ’60 a los ’80, que van de Piero a Virus, entre muchos otros) y hasta la problemática del protagonista tiene puntos en común con la de EL HOMBRE SIN PASADO.

Pero pese a todas esas referencias, Ortega logra agregarle motivos, temas e ideas personales, haciendo suyo el material. En EL JOCKEY –que cuenta con guión del propio Ortega junto a Fabián Casas y Rodolfo Palacios– hay un mundo propio que abreva en una mezcla de misticismo, afectividad y ternura que bebió seguramente del cine de Leonardo Favio y que logró hacerlo suyo a través de sus siete películas previas. Y a eso le agrega una radicalidad formal inesperada: escenas de baile, de sexo y de humor absurdo que llaman la atención por su elaborada precisión plástica y por su efectividad cómica. Es una película libre, que se abre a una serie de desafíos fuertes desde la puesta en escena y que logra sorprender por la manera en la que en casi todo momento está a la altura de la enorme apuesta.

EL JOCKEY es un festín de detalles, desde las ya comentadas coreografías de Corberó y Pérez Biscayart (habrá otras más, una entre ella y la chilena Mariana Di Girolamo, otra jockey, que dará seguramente que hablar) hasta las particularidades de cada uno de los personajes, empezando por el falsamente amable Sirena, el misterioso personaje que encarna Prado y, especialmente, ese trío de torpes matones que encarnan los tres veteranos y consagrados actores argentinos, que merecerían casi una serie propia. Más adelante harán su aparición otros nombres «rutilantes» como Roly Serrano y Adriana Aguirre, pero eso deberán verlo y disfrutarlo los espectadores. Si logran entrar en el tono que propone Ortega –algo que no es nada difícil, pero hay espectadores a los que este grado de libertad incomoda–, la película es un festival de placeres constantes, incluyendo un par de canciones inolvidables de «papá» Palito.

Pero más allá de cuestiones formales y de puesta en escena, lo que transmite EL JOCKEY a partir de las cada vez más improbables desventuras de Remo (Biscayart, en nivel superlativo) es un irrefrenable y romántico deseo por existir, ser parte del mundo y atravesar sus más indescifrables experiencias sin juzgarlas ni sobreanalizarlas. Es una oda a esa otra libertad, más romántica si se quiere, una que involucra doblar para el «lado equivocado», perder la conciencia y dejarse llevar por los misterios y sorpresas de la existencia. Vivir sin cargas, sin peso muerto, sin nombre, sin género y quizás hasta sin memoria. En un presente constante que se parece mucho a la eternidad.