Locarno 2024: crítica de «The Sparrow in the Chimney» («Der Spatz im Kamin»), de Ramon & Silvan Zürcher
Un reencuentro de dos hermanas y sus respectivas familias provoca un verdadero caos a lo largo de un fin de semana en una casa campestre. En Competencia en el Festival de Locarno.
Las películas de los hermanos Zürcher (en esta ocasión Roman dirige y Silvan produce) dejaban entrever una línea temática que explota con todo acá, una que seguramente les dará mucho mayor éxito en el panorama internacional aún a costa de perder el encanto que sus películas les generaba a algunos críticos, entre los que me cuento. Me refiero a esa zona más cercana al cine de Michael Haneke, una forma de pensar las relaciones entre las personas de una forma cruel, brutal, al borde de lo repulsiva. THE SPARROW IN THE CHIMNEY mantiene muchos de los recursos formales de sus anteriores películas, pero lo que antes producía extrañamiento y un cierto encanto ahora se parece más a esa cosa entre gélida y distanciada que tienen muchos otros films de este estilo que algunos dan por llamar «cine de la crueldad».
Sus films anteriores, de similares títulos (THE STRANGE LITTLE CAT, THE GIRL AND THE SPIDER) y propuestas narrativas con varias coincidencias (conflictivas reuniones familiares, grupos enormes en pequeños espacios, gente que se espía entre sí, caos controlado hasta que deja de estarlo, animales sueltos) contenían el germen de lo que termina por hacerse carne acá: una idea matriz, casi programática, de que los seres humanos son versiones aún más depredadoras y cruentas de los animales con los que conviven y cuyas actividades se narran, a modo de «metáforas», a lo largo de la historia. Lo que en aquellos films era un elemento secundario –distractivo, pero parte casi de una precisa coreografía de movimientos en el espacio, como un juego– acá domina los procedimientos formales, los abruma por su propio peso.
Es que lo innegable del cine de los Zürcher –algo parecido pasa con los máximos referentes de este modo de hacer cine, sean austríacos, daneses, suecos o griegos, ustedes sabrán a quiénes me refiero– es que su control formal es impecable. Cada plano está planificado con una escuadra, cada personaje está ubicado en relación al otro como medido por un centímetro y cada imagen tiene una enorme variedad de elementos de la que agarrarse. Y ese encomiable trabajo de precisión de puesta en escena subyuga, al menos durante un buen rato, mientras uno trata de encontrarle las riendas al relato. Y ese es otro de los grandes talentos de los hermanos suizos: la manera clara en la que presentan usualmente a decenas de personajes sin nunca confundir al espectador respecto quién es quién y qué pasa por su cabeza.
Acá hay dos familias lideradas por dos hermanas. Una de ellas vive en el caserón en el que ambas crecieron y la otra viene a visitarla un fin de semana. La que vive allí es Karen (la gran Maren Eggert, actriz de muchas películas de Angela Schanelec), una mujer tensa y controladora casada con Markus (Andreas Döhler), un tipo en apariencia tranquilo con quien tiene tres hijos, uno más pequeño que está en la casa, una adolescente que está en el colegio y una más grande que se fue a vivir sola y vuelve para la ocasión. Y la hermana que llega es Jule (Britta Hammelstein), más joven y relajada, con su amable marido Jurek (Milian Zerzawy), una niña simpática y un bebé. A ellos hay que sumarle a Liv (Luise Heyer), una amiga que vive en la casita del bosque y que los ayuda con los niños y animales. Sí, hay muchos animales dando vueltas, incluyendo el literal gorrión en la chimenea que da título a la película.
Las tensiones vuelan de entrada en esta casa a la que la palabra «disfuncional» le queda chica. Leon (Ilja Bultmann), el niño, tiene el cuerpo con moretones que justifica como caídas, aunque es claro que tiene que ver con algún tipo de violencia, familiar o propia del bullying escolar. La adolescente Johanna (Lea Zoë Voss), que tiene algún tipo de enfermedad ósea, regresa del colegio y de entrada se nota se lleva pésimo con su madre, pero pésimo a niveles brutales, indisimulados, estilo decirle «ojalá te mueras». Ambos chicos, además, se llevan mejor con su tía que con ella, y se lo hacen saber. Y con su padre. Y con Liv, la chica que los ayuda.
Pronto vendrá Markus, quien mirará con ojos cómplices a Liv. En tanto, Johanna, siempre en plan sexy teen, le tirará onda a su tío Jurek, mientras el pequeño Leon –cuya amabilidad esconde una silenciosa perturbación– empieza a hacer algunas cosas para complicarlo todo, incluyendo meter el gato en el lavarropas para ver qué pasa. Ah, y como si eso no alcanzara, a Karen le gusta meter la mano en la olla hirviendo en la que se cocina la comida o bien agarrar el cuchillo y cortajearse las palmas de las manos. La única que parece tranquila y relajada es Jule, pero esa supuesta tranquilidad funciona de una manera claramente pasivo agresiva y no le cae nada bien a su hermana.
Ese cúmulo de relaciones funcionará como una bomba a punto de explotar. Y esa tensión se irá acrecentando con el paso de los minutos ya que, como hacían en sus anteriores películas, los directores llevan a los personajes a escuchar y ver situaciones incómodas (o cosas que no deberían ver ni escuchar) todo el tiempo. Un hijo ve a su padre haciendo algo que no debería. Una mujer ve a su cuñado en incómodas circunstancias. Un hermano escucha a su hermana diciendo algo cruel de él. Y así: nadie parece cerrar nunca una puerta o prestar atención quién está a su alrededor antes de hablar o hacer algo «impropio». Y si bien es cierto que los Zürcher vienen usando este sistema a lo largo de sus films previos casi a modo de broma, cuando se usa como dispositivo narrativo para generar conflictos se vuelve un tanto perezoso.
Todo lo que puede salir mal saldrá mal en THE SPARROW IN THE CHIMNEY. Y la película será la crónica de esa descomposición anunciada. En un momento –como sucedía también en sus films anteriores–, el tono entrará en un terreno más extravagante, coqueteando con lo fantástico (o cayendo directamente en él, según como cada uno lo vea) y poniendo el acento de manera cada vez más subrayada en los comportamientos destructivos de casi todos los personajes. Y, por la manera en la que están todos ellos presentados, llega un momento que no hay nadie con quien el espectador se pueda ya no identificar, sino reconocer como un par, como un ser humano complejo y no una máquina de dar y recibir arteros golpes.
Hay algo en este formato, que intenta poner el ojo crítico en los modos brutales de las burguesías europeas, que se torna cansino, hasta facilista. Salvo un par de personajes (ya verán cuáles), los demás se mueven en distintas graduaciones de monstruosidad, cualquiera sean sus motivos o justificaciones, las que en cierto momento dejan de importar. Y lo que agota es el lugar en el que los directores se ubican e intentan ubicar a los espectadores, como si tuvieran una altura moral para juzgar a los demás, como si toda la película fuera un largo «nosotros somos mejores que ellos». Y ese simplismo –es obvio que poca gente es tan tan cruel– reduce EL CUERVO EN LA CHIMENEA y limita sus posibilidades a sus rasgos más básicos. La próxima vez la pueden titular EL GATO EN EL LAVARROPAS y ni siquiera les hará falta filmar la película. El título la explicará sola.