Venecia 2024: crítica de «Quiet Life», de Alexandros Avranas (Orizzonti)
Una familia rusa que intenta conseguir asilo político es víctima de una misteriosa enfermedad que afecta a muchos hijos de personas en similar situación. En Orizzonti.
La enfermedad es rara, peculiar y existe. Los motivos son entendibles pero la explicación científica no aparece. Debe ser, de hecho, la única enfermedad con límites fronterizos ya que existe en Suecia y en ningún lugar más. Se trata del llamado Síndrome de Resignación, una misteriosa condición que ya ha afectado a cerca de mil niños a lo largo de 25 años en ese país. ¿De qué se trata? Es una enfermedad que afecta solamente a los hijos de personas que buscan asilo político allí y por lo general se manifiesta como un bloqueo y aislamiento completo. No llega a ser un coma, pero los chicos quedan en un estado casi catatónico: dejan de hablar y de comer –hay que alimentarlos por sonda– y de abrir los ojos. Se transforman en «resignados» o, como se le dice en Suecia, «apáticos».
La enfermedad tiene otras características muy específicas y extrañas. Les sucede en general a niños de personas que vienen del Este de Europa (Rusia, Ucrania, la ex Yugoslavia) pero muy raramente a niños africanos o asiáticos. Y siempre, pero siempre, pasa una vez que a sus padres les rechazan el pedido de asilo como refugiados en el país. Muchos científicos han tratado de buscar donde está la trampa o el truco, asumiendo que es algún tipo de estrategia familiar para forzar a las autoridades a que sus padres permanezcan legalmente en el país o una suerte de envenenamiento, pero aparentemente los estudios reconocen que es real.
¿Fenómeno psicológico, contagio real, manifestación cultural o uno de esos misterios imposibles de resolver? Al día de hoy no se sabe y los casos, si bien se han reducido, continúan apareciendo. Lo que cuenta la película QUIET LIFE parece haberse inspirado, libremente, en un caso real y se centra en una familia rusa –padre, madre, dos hijas– que están ya hace tiempo en Suecia esperando que les den el ansiado asilo. Las niñas están bastante integradas y van a la escuela, y la vida familiar se desarrolla normalmente tras lo que fue una experiencia para todos traumática en Rusia. Pero cuando les toca la audiencia para la resolución definitiva se topan con una negativa: su pedido de asilo ha sido rechazado y tienen solo diez días para presentar una apelación.
Es poco después que Katja, la más pequeña, se desvanece súbitamente y queda en esta condición. Lo más evidente es que la presión para ella era muy grande. Según dice Sergei, el padre, la chica fue testigo de las golpizas que él recibió y le tocaba a ella declarar en la apelación, para salvar a su familia, algo que no había hecho en la solicitud original para evitarle revivir la situación traumática. Pero Katja está en una clínica, su contacto con los padres es mínimo –las doctoras les ponen muchos límites– y no parece haber solución ni para la niña ni para la apelación. Hay, sí, un Plan B: que la hija mayor, Alina, estudie de memoria la experiencia de Katja y sea ella la que declare como testigo en la causa.
QUIET LIFE explorará de una manera clínica –excesivamente clínica– la situación, la enfermedad y las decisiones un tanto raras que van tomando los protagonistas. Avranas, griego, no apuesta por un desarrollo psicológico convencional ni por el realismo a la hora de explorar la situación sino que prefiere ese tono gélido y distante que caracteriza a cierto cine de autor europeo en general y de su país de origen en particular, lo que genera un film frío, seco, metódico y de trazo orgullosamente grueso. La temática es rara, fascinante, pero la forma en la que el director la dramatiza no le otorga la complejidad que merece.
¿Cómo se entiende sino que Sergei, un intelectual expulsado de Rusia por sus posturas políticas, actúe brutalmente como actúa con su hija «sana» para forzarla contra su voluntad a que mienta y aprenda de memoria la experiencia de la menor? ¿No es obvio que probablemente la termine traumando a ella también? Si es que dicen la verdad –la película no lo pone en duda o, si lo hace, lo deja en muy segundo plano–, las decisiones que toman de ahí en adelante son en exceso caprichosas. Solo que, en el contexto de una trama armada en función de eso, quizás hasta funcionen.
Avranas apuesta a un tono ligeramente satírico, mostrando a casi todas las autoridades suecas –desde los encargados de tratar a los refugiados hasta los médicos, pasando por enfermeras y asistentes sociales– como fríos robots que imitan una preocupación real por la seguridad de los niños que en realidad no tienen. Y los padres –especialmente él– tampoco son mucho más lúcidos. Hay una supuesta línea humorística corriendo en paralelo a lo largo del film que raramente funciona, particularmente en su segunda mitad, cuando las decisiones de los personajes se vuelve en exceso absurda.
QUIET LIFE presenta un tema fascinante, insólito, que pese a lo raro que suena es creíble. ¿Cómo lidian con sus emociones niños de seis, ocho o diez años que saben que sus familias serán deportadas y enviadas a países de los que tuvieron que escapar? ¿Es probable que, ante la inimaginable tensión psicológica de tener que dejar sus vidas e irse a un lugar que no recuerdan y que le han pintado como monstruoso, se quiebren psicológicamente y «decidan» encerrarse en sí mismos? ¿Y por qué eso se da en determinados países y en etnias y no sucede en otros lados? Es un gran punto de partida al cual el realizador griego de MISS VIOLENCE le ofrece una mirada gélida, muy típica de los nuevos cineastas de su país, herederos todos del hoy consagrado Yorgos Lanthimos. Y funciona de a ratos. Sea como fuere, no está casi nunca a la altura de su intrigante temática.