San Sebastián 2024: crítica de «Tardes de soledad», de Albert Serra (Competición)
La nueva película del realizador de «Pacifiction» sigue a un torero a lo largo del tiempo en diversas corridas de toros y en la intimidad con su cuadrilla.
El hombre se pone unas calzas. Apretadas, justísimas, de esas que obligan a encontrar huecos imposibles donde ubicar órganos rebeldes. Luego viene otro y lo viste, lo alza como si fuera un muñeco y le ajusta las ropas hasta que no quede aire para que nada respire ahí dentro. Y luego vendrá una camisa y una corbata y otra capa y algún collar familiar o religioso. Así, Andrés Roca Rey se prepara para salir al ruedo. Empaquetado, transpirado, sacando pecho y caminando casi en puntas de pie, como si fuera un bailarín. La diferencia es que enfrente tiene a un toro al que todo eso no le importa nada de nada. Roca Rey le coquetea con sus movimientos y el animal solo busca echársele encima, como una suerte de juego sexual entre dos partenaires, uno muy excitado y el otro histérico. La cosa no terminará bien.
Las corridas de toros están en el centro del debate en España en función de lo que se considera abuso, maltrato y, por supuesto, la muerte del animal. De hecho, la presentación de TARDES DE SOLEDAD en San Sebastián estuvo envuelta en esa discusión, con marchas y pedidos de que se quite la película de la competencia. Pero en el mundo de Albert Serra esas consideraciones que él llama «sociológicas» no entran, no tienen nada que ver con el cine, con el arte. Su película no está a favor ni en contra de la tauromaquia sino que es una muestra en primer plano de todo lo que conlleva e implica, de sus detalles, sus sonidos, sus colores y su inherente brutalidad. Es un film plástico que tiene mucho de ballet, de coreografía en la que una persona arriesga la vida y un animal seguramente la encontrará.
El director de PACIFICTION fue convocado por el Master de Documental de la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona) a hacer una película y el realizador, que nunca había hecho un documental, se decidió por seguir un tema que, admite, le fascina. Es que, más allá de los debates y discusiones más que válidas sobre las corridas de toros, hay una extraña mezcla de belleza, gracia y violencia en la faena, una combinación de factores que remiten a otros tiempos, a otros modos de pensar. A lo que pasa en la plaza en sí, Serra le suma un seguimiento al torero y su cuadrilla, un grupo bastante excéntrico de personajes que lo acompañan, colaboran con él y, fundamentalmente, lo alientan, lo vitorean, lo impulsan a mostrar algo así como su virilidad ante ese desafío de vida o muerte que implica pararse con una muleta frente a un toro enceguecido.
La película consta de tres espacios cerrados en sí mismos. No vemos la gente en las plazas, ni exteriores de las ciudades por las que van, ni el «mundo real» que rodea a esta troupe. El espacio principal es la plaza, donde se cumplen los diversos rituales o etapas de la llamada «lidia»: el tercio de varas, el de banderillas –de los que se encarga la cuadrilla– y el de matar, que es donde el torero hace lo suyo. Hay otro que transcurre en una minivan en el que el grupo llega y se va de las plazas, donde analizan lo que pasó, festejan y celebran al torero y mantienen una serie de conversaciones que bordean lo cómico. Y el tercer espacio suele suceder en un cuarto de hotel, con el torero poniéndose o sacándose las ropas, curando heridas, bajando el nivel de tensión, excitación y miedo.
Y si bien estos dos últimos escenarios resultan igual o más ricos en detalles y curiosidades, el eje pasa por la corrida en sí. Y allí es donde las cámaras de Serra –que, como siempre sucede en su cine, se manejan por intuición pura y sin indicaciones del director– captan esos detalles audiovisuales que pocos observan. La figura del cuerpo del torero arqueándose a centímetros del animal, su respiración agitada, al toro en primer plano buscando sangre –en un par de ocasiones la consigue–, los comentarios alrededor y lo que seguramente será más duro de ver para muchos: el momento en el que se le da la estocada y, lentamente, agoniza y muere.
Serra no le escapa a mostrar esos momentos duros –hay uno solo, que se comenta pero no se ve, que tiene que ver con un toro que logró lastimar fuertemente a Roca Rey– y lo hace de manera tal que queda en el espectador, en su manera de enfrentarse a ese universo, tomar una posición. El no da el trabajo masticado o analizado, no impone una lectura sobre los hechos, no es una película ni a favor ni en contra de las corridas de toros: muestra ese mundo en todos sus detalles, en su particular belleza y en su desagradable brutalidad al mismo tiempo, inseparables entre sí.
Y el film en sí serán esos detalles, en primerísimo primer plano. Dos horas que se ven como una coreografía que por momentos parece homoerótica en la que uno puede apreciar, al mismo tiempo, el sufrimiento, la alegría, el miedo, la ansiedad, el drama, la violencia, la tensión y el horror. Es cine puro, siguiendo esa línea «filosófica» de Samuel Fuller. Y es para cosas como estas que se inventó el lenguaje cinematográfico. En el mundo según Serra, no hay otro valor más importante que ese. El resto, asegura el realizador, es sociología.