Estrenos: crítica de «El tiempo que tenemos» («We Live in Time»), de John Crowley
Florence Pugh y Andrew Garfield encarnan a una pareja cuya historia de amor es contada de modo no lineal en este drama romántico del director de «Brooklyn». Estreno: 7 de noviembre.
EL TIEMPO QUE TENEMOS es el equivalente cinematográfico a escuchar un disco doble de Coldplay. En random. En eso pensaba mientras veía cada pico épico/dramático, cada momento festivo, cada situación romántica y cada nuevo pico épico/dramático que la película protagonizada por Florence Pugh y Andrew Garfield tiene a los largo de sus 107 minutos –sí, el doble de álbum normal– de duración. El tono y la música van para ese lado sensible-romántico-lacrimógeno pero, más que nada, es su estructura episódica, como de canciones, la que lo vuelven similar a lo que en otra época definiríamos como un «álbum conceptual».
La lógica de WE LIVE IN TIME puede ser descripta de muchas formas distintas. Por un lado, como decía, como un set de canciones. Por otro, como un experimento en montaje que intenta relatar la historia de una relación de manera random, yendo y viniendo en el tiempo de un modo que se puede pensar como «New Age»: una suerte de presente continuo en el que las alegrías y los dramas se cruzan entre sí y no se los piensa como un ascenso y caída, un principio y una especie de fin, sino como un todo. O, siendo más cínicos, se lo puede presentar como una película pensada para el público que usa TikTok y está acostumbrado a ver microhistorias que no superan los tres, cuatro minutos de duración cada una.
La película de John Crowley (BROOKLYN) está estructurada así: es la historia de amor entre una prestigiosa y premiada chef llamada Almut (Pugh) y un marido que no sabemos bien a qué se dedica llamado Tobias (Garfield) a lo largo de lo que parece ser una década, década que incluye conocerse, enamorarse, vivir juntos, lidiar con problemas personales, discutir sobre tener o no hijos, tenerlos, sufrir enfermedades severas y una serie de cosas que se nos presentan de entrada, todas juntas. ¿Cómo? Yendo de manera random por todos esos episodios.
En la primera escena viven juntos. En la segunda ella está embarazada y a punto de parir. En la tercera Almut tiene una recaída de su cáncer –tuvo uno antes, aparentemente– mientras trabaja en su restaurante. En la escena siguiente, se conocen «accidentalmente». Y así, todo. Salvo por ciertos elementos que el guión guardará con toda su épica y dramática carga para la última etapa, WE LIVE IN TIME se presenta como una colección de viñetas de la vida de una pareja, con lo más bello y lo más trágico cruzándose todo el tiempo.
De todos los problemas que tiene la propuesta hay dos que son los más tortuosos. Y ambos tienen que ver con el guión. Al estar estructurada así es complicado darle una evolución dramática a los personajes y ver cómo pasan de un Punto A a un Punto B. Eso genera que uno deba reubicarse en función de la situación emocional de cada momento luego de que descubre en qué etapa de su relación está parado. Eso se termina naturalizando, es cierto (peinados y embarazo de ella son el mapa), pero torna difícil que los personajes crezcan, de la misma manera que a muchos actores se les complica cuando tienen que filmar seguidas escenas que, en una historia, están separadas en el tiempo.
Y la otra tiene que ver con los momentos elegidos. El guión de Nick Payne es algo así como los «Grandes Exitos» de una relación, para bien o para mal. Todos momentos tensos, dramáticos, importantes, claves, nada de un desayuno tranquilo o una salida al cine. Todo involucra un dramón, cada escena está ligada a algo fuerte. Se conocen de una manera espectacular, su embarazo tiene sus giros complejos, su parto es sorprendente, la carrera de ella como chef está llena de golpes de efecto y su enfermedad es, bueno, un cáncer potente con todo lo que eso implica. Raramente hay un momento de esos chiquitos y epifánicos que tienden a ser importantes en una relación. De hecho, hasta cuando conversan sobre alguna nimiedad eso tendrá su efecto importante luego. Ya verán a qué me refiero.
Gracias al carisma de Pugh y Garfield, que hacen de dos personas bellas y que tienen un carácter maravilloso para lidiar con la cantidad de cosas densas que les suceden (ella es un tanto más nerviosa e intensa, pero es lo mismo), WE LIVE IN TIME se puede ver con cierta comodidad, como pasa siempre que dos estrellas carismáticas disimulan con su presencia todos los problemas que las rodean. Pero la búsqueda de generar un efecto olímpico constante con esas canciones de cuatro minutos con solo de guitarra incluido que el director llama «escenas», y la exagerada carga dramática que lo envuelve todo –por más bromas que ambos hagan, inexplicablemente, en medio de ellas– no está a la altura de los intérpretes. La banda de Florence & Andrew merecía un compositor con mejores canciones.