Estrenos: crítica de «Gaucho, gaucho», de Michael Dweck y Gregory Kershaw
Este documental estadounidense filmado en la provincia de Salta retrata a un grupo de gauchos y gente de campo en su vida cotidiana, con sus hábitos y costumbres.
Curioso por donde se lo mire, esta suerte de elegante documental estadounidense hecho con habitantes del interior salteño, se presenta ya desde su título como un retrato de «gauchos». Y si bien algo de eso hay, la sensación que uno tiene se acerca a algo más general ligado a tradiciones camperas que son, en algunos casos, comunes a varias regiones de la Argentina pero que en otros casos responden, si se quiere, a tradiciones más específicas del norte del país. Se trata de un film bastante particular, que de un modo por demás estilizado –por momentos bien podría ser un libro de fotografías de esos que decoran livings en revistas de diseño– pinta a un grupo de personas que vive en algunas zonas del interior salteño de un modo afectuoso, cálido y apto para el consumo internacional.
Hay una característica muy particular que seguramente dividirá a los espectadores respecto al tipo de cine que hacen los realizadores de GAUCHO, GAUCHO. Como se vio en su anterior película, THE TRUFFLE HUNTERS, lo suyo es el «staged documentary». Si bien las conversaciones entre sus retratados apuestan a cierto casual naturalismo, lejos están Dweck y Kershaw de retratarlos visualmente de ese modo. Lo suyo requiere tal cuidado –en la iluminación, en la ubicación de los elementos y las personas en el cuadro– que es imposible no pensar en todo el trabajo que demanda cada una de las escenas «casuales» entre sus protagonistas. Uno ve la belleza de cada plano y es imposible no pensar en el trabajo que demandó lograrlas.
No se trata –como es el caso de muchos documentales con algunas similitudes que se hacen en Crespo, Entre Ríos, por cineastas como Maximiliano Schonfeld, Eduardo Crespo y otros– de capturar momentos como al pasar, de ubicarse a la par de los retratados para sacar alguna verdad del lugar y de las circunstancias pero más que nada de las personas que los habitan. Da la impresión, subjetiva claro está, que lo central pasa por el plano en sí, por la puesta en escena, la caída del sol, el reflejo del agua o la construcción del espacio fotográfico que por lo que las personas tienen para decir o hacer.
Con su elegancia, su cuidado formal, su incuestionable belleza («muy aesthetic», como dicen ahora), GAUCHO GAUCHO es una película que se ve con placer gracias al reconocimiento de hábitos y costumbres de sus protagonistas, además del obvio impacto visual del paisaje salteño en prístino blanco y negro. Pero también aparece una suerte de otredad un poco rara, como si los directores miraran todo a modo de entomólogos que observan el movimiento en el espacio y los hábitos de ciertas criaturas. Lo que permite que la película salga de ahí de tanto en tanto es la naturalidad de sus retratados, que pese al peso de la imagen logran darle cierta vida a cada uno de los tableaux vivant que los realizadores proponen.
Ahí entran las historias y anécdotas de sus protagonistas, en especial de Guada, una chica joven de hábitos particularmente independientes –no quiere ser madre, por ejemplo– para una comunidad que se supone tradicional en sus costumbres, especialmente las familiares. No hay entrevistas aquí ni nada parecido. Además de lo que se filma en exteriores musicalizados, en algunos casos en cámara lenta –la banda sonora es una mezcla también rara en la que se escucha a Devendra Banhart, Los Gatos, arias de opera, y al compositor y cantante de música llanera venezolana Simón Díaz con su bellísima «Tonada de luna llena«–, la película se organiza en torno a conversaciones entre los distintos personajes, incluyendo al conductor radial Santino, un par de simpáticos niños y Lelo, un anciano de larga barba que tiene el rol de historiador y consejero de los más jóvenes.
Sin ponerse fastidioso con discusiones sobre qué tipo de «cultura gauchesca» acá se representa, la película propone un acercamiento más bien generalista, mirada desde afuera y con un carácter, si se quiere, impresionista. Se la puede ver como un álbum personal de dos muy entrenados y profesionales turistas que pararon unas semanas en un pequeño pueblo salteño y se dedicaron a filmar, cuidadosa y cariñosamente, a los locales. Tengo la sensación de que a la película le falta la vitalidad o la verdad que surgen, por ejemplo, en los documentales que el italiano Roberto Minervini hace en zonas de los Estados Unidos con similares costumbres que parecen un tanto «fechadas». Pero no es eso lo que buscan los directores de GAUCHO, GAUCHO sino el retrato bello, cálido, sin fisuras, dobleces o cuestionamientos. Y lo que hacen, sin dudas, es lindo de ver. Pero no mucho más que eso.