Festival de Mar del Plata 2024: crítica de «A Different Man», de Aaron Schimberg
Un hombre que tiene una malformación genética se somete a un tratamiento reparador pero las cosas no cambian como lo imagina en esta comedia dramática protagonizada por Sebastian Stan, Renata Reinsve y Adam Pearson.
La inseguridad y el miedo a enfrentar al mundo pueden deberse a varios factores, reales o autopercibidos. El caso de Edward –interpretado por Sebastian Stan con un maquillaje que le transforma por completo la cara– combina las dos cosas. Es una persona que sufre neurofibromatosis, un trastorno genético que provoca el crecimiento de tumores a lo largo del tejido nervioso, afectando especialmente su rostro (lo que en algún momento se conoció como «síndrome del Hombre Elefante») y vive apesadumbrado por eso. Edward alquila un departamento en Brooklyn, es actor, pero le resulta muy difícil conseguir papeles con su cara, aún los que son para personajes «no convencionales».
Edward vive en un pequeño y sucio departamento que tiene goteras enormes. Y si bien ahí ni el encargado ni los vecinos prestan mucha atención a su llamativo rostro –esto es Nueva York, después de todo–, él se sigue manejando tratando de que el mundo no lo vea, agotado del bullying y de que lo miren raro o le digan algo en la calle. De hecho, el único trabajo como actor que consigue es para una especie de film educativo ligado a esos temas. Algo cambia en Edward cuando se muda al departamento de al lado suyo Ingrid (Renate Reinsve, la actriz noruega de LA PEOR PERSONA DEL MUNDO), quien no solo lo trata con enorme amabilidad, sino que se le acerca, le pregunta de su vida y hasta lo toca de una manera en la que él no está acostumbrado.
Empujado por su deseo de acercarse más a ella, Edward avanza en una cirugía experimental que, de funcionar, le quitaría todos esos tumores y protuberancias del rostro. La película deja en claro –por el tono que maneja de entrada y la peculiaridad de los médicos y la sala en la que trabajan– que se trata de un juego dramático, muy alejado de cualquier realismo. Al principio, todo parece ir mal. Edward vomita, sangra, se descompone y vuelve a sangrar. Pero un día, voilá, empieza a despegarse la cara como si fuera una máscara de látex (lo es, en realidad) y el hombre queda con el rostro del actor más conocido como «Bucky» Barnes en el mundo de Marvel y que recién se sometió a otros cambios prostéticos para interpretar a un joven Donald Trump en EL APRENDIZ.
La película de Schimberg partirá de ahí para irse, sin prisas pero sin pausas, a un terreno cada vez más bizarro, que la deposita en un lugar cercano al de las películas de Charlie Kaufmann. El nuevo Edward asume otra identidad y pasa a llamarse Guy, pero se da cuenta que –por más éxitos que tenga con su nuevo rostro, de laborales a sexuales– sigue pasándola mal y, especialmente, extrañando a Ingrid, a la que dejó de ver. La reencontrará, en un momento, y querrá reintegrarse a su vida desde su nuevo lugar, pero no será fácil. Por motivos que se irán viendo, ella en realidad extraña al Edward verdadero.
Realidad, fantasía, imaginación y, sobre todo, representación serán importantes a la hora de dilucidar los temas de esta película dispar, curiosa, que va metiendo a su protagonista en encerronas cada vez más complejas con el paso del tiempo. Habrá lugar para la aparición de otra persona con similar trastorno, llamado Oswald (el inglés Adam Pearson, al que vimos en UNDER THE SKIN), que lleva sus «malformaciones» con orgullo, confianza y sin vergüenzas. Es eso, en un punto, lo que separa a uno de lo que fue el otro: no tanto la portación de cara sino la manera en la que se la porta. Si Edward/Guy no puede ser feliz no es necesariamente por su aspecto, sino por otros asuntos torturados de su personalidad.
Schimberg va manejándose a mitad de camino entre el realismo y el absurdo, con Ingrid montando una obra teatral inspirada en Edward y con el ahora «buen mozo» Guy intentando convencerla que él es la persona ideal para el papel, lo cual pone a la autora –que no sabe que Guy es Edward– en una serie de aprietos. Pero el mundo sigue siendo un lugar ajeno y hostil para él, al punto de arrepentirse de haberse sometido a ese «tratamiento». Antes, al menos, había una excusa externa, alguien más para culpar o responsabilizar por los sufrimientos y maltratos. Ahora, no hay nadie. Y la persona que ama, encima, parece preferir la anterior versión suya.
El guión está lleno de arbitrariedades y golpes de efecto que acentúan el tono entre fantástico, depresivo y metafísico de la historia —SYNECDOCHE, NEW YORK, de Kaufmann, tenía un tono similar, aunque muchísimo más elaborado–, y si bien sus giros no siempre funcionan y por momentos hasta resultan un tanto banales, en su centro A DIFFERENT MAN nunca deja de ser una película bastante honesta acerca de la diferencia entre cómo los demás lo ven a uno y cómo uno se ve a sí mismo. Como quizás haya quedado claro para los que vieron LA SUSTANCIA, la juventud, la lozanía y la belleza no garantizan absolutamente nada en la vida. Las inseguridades y los traumas no desaparecen con una cirugía reparadora, un tratamiento experimental o un misterioso pase de magia.