
Estrenos: crítica de «El brutalista» («The Brutalist»), de Brady Corbet
El tercer film del director de «La infancia de un líder» es un drama histórico centrado en la vida de un arquitecto húngaro y judío que emigra a los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial. Con Adrien Brody, Felicity Jones y Guy Pearce. Estreno en Argentina: 6 de febrero.
“Nadie es tan esclavo como quien se cree libre sin serlo.”
Goethe
Como en EL PADRINO II, otro relato épico de tres horas y media acerca de la inmigración a los Estados Unidos y las zonas turbias del sueño americano, EL BRUTALISTA tiene entre sus primeras escenas la llegada a Nueva York y a la Estatua de la Libertad como aparente promesa de una vida mejor. En la película de Francis Ford Coppola, los inmigrantes italianos de principios de siglo la ven en silencio, entre respetuosos e impactados. Al llegar a Manhattan tras irse de Hungría después del Holocausto, László Tóth, el protagonista del filme de Brady Corbet, la ve a los gritos y extasiado pero torcida, casi de cabeza. Corre 1947 y László no tiene nada más que la esperanza de reconstruir su vida. En Europa ha quedado un pasado terrible que no quiere ni recordar, pero también una profesión en la que supo ser respetado y una esposa, a la que perdió de vista durante la guerra y cree muerta.
Como el film de Coppola, EL BRUTALISTA empieza siendo un relato de supervivencia. En los Estados Unidos László no tiene nada más que un primo que vive en Filadelfia, dueño de una fábrica de muebles, que le presta un cuartito al lado del showroom y lo pone a trabajar para él. A diferencia de László, Attila (Alessandro Nivola) puede «pasar» por estadounidense: no tiene casi acento, su aspecto no es tan marcadamente judío ashkenazi como el suyo y tiene una esposa blonda y wasp llamada Audrey (Emma Laird). «Somos católicos», le dirá, explicándole que el nombre Miller & Sons que lleva el negocio es ahora el suyo. «A la gente acá le gustan las empresas familiares», agregará. Y no, no tienen hijos, pero hacen lo que se necesita para mezclarse, asimilarse. De hecho, no es del todo inocente que Audrey le pregunte a László si piensa operarse la prominente nariz que tiene.

El encargo de hacer una biblioteca en una semana para un poderoso empresario de la zona, Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce), lo conectará con este temperamental hombre a lo largo de muchos años. Tras un primer encuentro confuso, Van Buren descubre que Tóth supo ser un reputado arquitecto en Europa y adquiere sus servicios para montar un gran centro comunitario que incluya un teatro, un gimnasio, una biblioteca y una capilla, una suerte de resumen aspiracional del país en formato arquitectónico. László se siente por fin valorado y acepta, ya que a la vez necesita dinero tanto para vivir como para traer a su esposa Erzsébet (Felicity Jones) y a su sobrina Zsófia (Raffey Cassidy) que están vivas y han quedado varadas en Austria. La de estos dos titanes será una relación compleja, con momentos amables y otros tirantes, inclusive violentos. Muy violentos.
Ninguno de los dos se caracteriza por la simpatía o los buenos modos. Y eso los une, más allá de sus visibles diferencias. Van Buren es intenso, tiene dinero y procede como lo haría un productor de cine: contrata a un artista para que haga una gran obra pero después se mete a indicarle qué debe hacer y qué no, cuánto dinero gastar y qué materiales usar. Y László no es precisamente dócil con ese tipo de personas: por motivos que se conocerán más adelante, para el hombre es importante que sus obras respeten su visión a rajatabla. No es cineasta, es arquitecto, pero para el caso es más o menos lo mismo.
EL BRUTALISTA cuenta la tensión entre estos dos personajes, casi dos metáforas ambulantes enfrentadas entre sí: el arte y el comercio, la pasión y el dinero, el outsider y el establishment. Corbet no lo plantea como una oposición sencilla o simplista. Son dos seres complicados y contradictorios, solo que uno está instalado –a su familia «fundadora» no se la ve como inmigrante– y actúa desde la comodidad que le da el dinero, adquiriendo prestigio como quien compra primeras ediciones de libros o botellas de buen vino para leer o beber el resto de sus días, mientras que el otro vive en la permanente tensión interna entre la necesidad de sobrevivir y el deseo de «hacer obra», de volver a ser quien alguna vez fue hasta que los nazis decidieron pasarlo a pronto retiro.

Habrá un tercer elemento en juego en el film y esa es Erzsébet, pero como su personaje aparece en la segunda mitad del film (después de un intervalo armado aquí de un modo tradicional, con música integrada) no adelantaré demasiado acerca de ella. Es en esa segunda parte donde Corbet va buscando –y la mayor parte de las veces, encontrando– una manera de quebrar la historia y, con ella, a la propia película. La sobria, reposada pero a la vez imponente «historia americana» de Tóth que le da a la primera parte su tono majestuoso, de épico relato hollywoodense de los años ’50, va dando paso a una puesta más enigmática, de recursos más propios del cine de autor europeo de los ’60. De allí en adelante, EL BRUTALISTA intenta reflejar una experiencia plagada de fricciones, que se complica y tuerce del mismo modo que lo hace ese gran proyecto en común que tienen ambos.
Corbet intenta hablar de muchas cosas, acaso demasiadas, en este ambicioso film que continúa una exploración iniciada con LA INFANCIA DE UN LIDER y seguida por VOX LUX, dos relatos que entrecruzaban ásperas historias de vida personales con diferentes etapas de la vida política del último siglo. Ya desde el plano de la Estatua dada vuelta queda claro hacia donde apuntan sus armas, pero EL BRUTALISTA no siempre es tan clara y directa en su intento de torpedear la idea de los Estados Unidos como «país de la libertad» en donde los inmigrantes son bien recibidos y aceptados. Narrativamente, la película mezcla simbolismos obvios con otros indescifrables –ex profeso, pero indescifrables al fin–, y en su recorrido circulan temas paralelos como el Holocausto y la experiencia judía en la diáspora que Corbet prefiere dejar, por un tiempo al menos, en relativo segundo plano.
No se trata, expresamente, de un film sobre arquitectura, pero sí uno que la toma como referencia y como manifestación física y palpable de las personalidades y posiciones de sus protagonistas. Tampoco es una película sobre la adicción a las drogas –Tóth usa opio para «domar» sus heridas de guerra–, pero es algo que la recorre de punta a punta y en algún momento se tornará importante. Y de un modo particularmente áspero –Corbet le escapa a cualquier atisbo sentimental como si fuera la peste, dejando que la música de Daniel Gumberg cumpla en algunos momentos la tarea de generar emociones–, EL BRUTALISTA es también una complicada historia de amor entre dos intelectuales judíos que sienten que no se los valora ni reconoce como deberían. Lo que los diferencia, esencialmente, son las ideas que tienen para solucionar ese problema.

Remedando a los grandes autores del pasado, a sus 36 años Corbet –que como actor trabajó para Michael Haneke, Lars Von Trier y Olivier Assayas, entre otros– osa plantarse en el terreno de venerados maestros como Orson Welles, Luchino Visconti, George Stevens y, entrado cierto punto, Michelangelo Antonioni o el propio Haneke. EL BRUTALISTA filmada en el viejo, querido y abandonado VistaVision, tiene esa ambición, ese peso. Es un film que deja saber desde su primera imagen que está siendo operado por una mano firme y segura, alguien que está convencido de lo que hace, aún en sus decisiones narrativas más radicales o estéticamente más controvertidas. Volviendo a Coppola, en cuya ambición formal y combativa relación con los estudios Corbet también se refleja, es inevitable ver a EL BRUTALISTA como una versión menos desaforada de MEGALOPOLIS, otro film sobre la eterna lucha entre el arte y el comercio.
En buena medida, el responsable de que la película tenga una calidez y una vibración emocional que no siempre surgen de la imponente pero algo distante puesta en escena es Adrien Brody. El actor de EL PIANISTA vuelve a interpretar a otro perturbado sobreviviente del Holocausto, uno que no necesita hablar del tema para dejar en evidencia que lleva el peso de su historia cargado en su mirada triste y en su andar ansioso, apesadumbrado. Es su obra, de una manera impensada, la que puede hablar de su sufrimiento más que sus palabras. Aunque no todos quieran escuchar lo que tiene para decir.