
Cannes 2025: crítica de «The Love That Remains» («Ástin Sem Eftir Er»), de Hlynur Pálmason (Premiere)
Una pareja recién separada lidia con las complicadas emociones de la situación en este drama con elementos cómicos del realizador de «Godland».
Bastante diferente en estilo y en impacto a su anterior GODLAND, la nueva película del realizador islandés tiene bastante más que ver con NEST, un corto que filmó ese mismo año (2022) con sus propios hijos. Lo que todos los films sí tienen en común es la búsqueda del realizador de crear y capturar imágenes fuertes, potentes, que muchas veces por sí solas puedan explicar una situación y, si se quiere, volverse icónicas. THE LOVE THAT REMAINS tiene muchos, muchísimos, demasiados momentos así. Dentro de una historia íntima, que pasa de lo cálido a lo doloroso a la hora de testimoniar la desintegración de un matrimonio, la obsesión de Pálmason por transformar todo en pequeñas y lúdicas viñetas terminan jugando en contra de una propuesta que podría haber sido mucho más potente.
Los protagonistas son los miembros de una familia dividida. Por un lado está Anna (Saga Garðarsdóttir), una artista visual que trabaja con metales corroídos y que vive con sus tres hijos (interpretados por los hijos verdaderos del realizador, dos de ellos mellizos y todos actores de aquella NEST) en un pequeño pueblo en el medio del campo. Y, por otro lado, está Magnus (Sverrir Gudnason), reciente ex marido de Anna, de la que está atravesando una complicada separación. Maggi, como le dicen, trabaja en un barco pesquero y se pasa gran parte del tiempo en altamar. Y cuando regresa a ver a sus hijos, las cosas por lo general muy bien no funcionan.

Con una melodía elegante en piano que recorre el film de punta a punta y un trabajo sobre el material fílmico que le da a todo un tono muy naturalista, el director va acumulando viñetas de las vidas de todos ellos, juntos o por separado. Los niños juegan peligrosamente con una suerte de maniquí al que le lanzan flechas. Gallos y gallinas recorren la granja y los caballos se meten donde Anna deja sus obras para ser «maltratadas» por la naturaleza. El perro familiar (claro candidato al Palme Dog) hace de las suyas y Maggi tiende a pelearse con casi todos los que trabajan con él en e barco. Lo más relevante, quizás, es que Anna tiene una chance de vender sus obras cuando un dealer de arte viene a visitarla a su abierto taller.
A través de esa acumulación de momentos –algunos serios y otros más graciosos– se va armando una pintura de una disolución familiar. Pero Pálmason está encaprichado por crear «momentos», casi TikToks de supuesta potencia visual, la mayoría de los cuales entran en el terreno de lo fantástico o de como se llame la versión de realismo mágico que existe en Islandia. Es así que algunos objetos cobran vida, criaturas pequeñas se vuelven gigantes, hay gente que flota mágicamente en el agua y otros momentitos que no conviene revelar. Nada se siente muy integral ni consecuente. Son escenas de la vida (pos) conyugal, si se quiere, pero transformados en momentos que distraen más que agregar algo al drama familiar.
El propio director ha dicho haberse inspirado en sus propios problemas maritales y el hecho de que sean sus hijos los que actúan en el film debe funcionar como una suerte de psicodrama público en el que la «familia Pálmason» lidia dramáticamente con eventos de su vida. Es una elección compleja y arriesgada que le da un morbo un tanto inquietante a lo que vemos y que da a entender, finalmente, que la película en sí es esa declaración que está en el título: es el amor, que permanece, transformado en cine.