
Play-Doc 2025: dos películas de Michael Roemer
El festival Play-Doc organizó una retrospectiva de la obra de este cineasta secreto norteamericano. Acá, un análisis de sus dos films más representativos.
Quizás el director con menos suerte en la historia del cine, Michael Roemer fue un autor de una obra prácticamente desconocida. Hasta la noticia de su muerte, el pasado 20 de mayo, pasó bastante desapercibida. No se trató de un realizador de una ocasional y oculta obra maestra sino de un hombre que vivió 97 años, dirigió decenas de películas (entre cortos y largos, documentales y ficciones) y que es prácticamente un desconocido, salvo para los alumnos que lo tuvieron como profesor universitario, que era su actividad principal.
Tan curiosa es su carrera que tanto sus películas para cine como para televisión se vieron ocasionalmente cuando se estrenaron –en algunos casos, tan solo una vez– y luego se recuperaron, décadas después y restauradas, generando recién ahí alguna mínima reacción por parte de la prensa y cierta cinefilia. Y esa magia fue la que buscó recuperar el festival Play-Doc que organizó una retrospectiva en la que se pudieron ver seis de sus muy poco vistas películas.

La película que (le) hizo creer que su carrera cinematográfica podría seguir recorridos clásicos fue NOTHING BUT A MAN, que dirigió en 1964, tuvo un recorrido no muy estridente en cines pero dejó huella instantánea: hoy es un clásico del cine independiente norteamericano de esos que guarda la Biblioteca del Congreso de ese país. No solo eso sino que se trata de un film actual, relevante y que –salvo por un hecho puntual– podría representar la experiencia afroamericana en los Estados Unidos mejor que muchos otros más celebrados. El «hecho puntual» que seguramente deja de lado a la película en esa historia es que Roemer era un judío europeo que no conocía de primera mano la experiencia que retrata. Y eso hoy es visto casi como un delito.
NOTHING BUT A MAN se centra en las experiencias de Duff Anderson (Ivan Dixon), un hombre negro de Alabama que no está dispuesto a ceder a las presiones, el racismo o los usos y costumbres de la vida en un lugar en el que, pocos años antes, como una de las protagonistas dice en el mismo film, linchaban a tipos como él en las calles. Un hombre callado, recio, seguro de sí mismo aunque con unos asuntos un tanto oscuros de los que prefiere no hablar, Duff es un trabajador golondrina del ferrocarril que en una fiesta conoce a Josie (la también cantante de jazz Abbey Lincoln), la hija del predicador local, y empiezan a tener una relación sentimental.
Los problemas se presentan rápidamente: a Duff la familia de Josie no lo quiere como novio de la chica –que es maestra y debería «aspirar a más» dentro de la comunidad–, pero tampoco parecen aceptarlo en otros ámbitos de su vida. Sus intentos por pelear por los derechos de los operarios con los que trabaja resultan en una traición de algunos de sus propios compañeros y un rápido y agresivo despido de parte de sus patrones. Sus intentos posteriores de conseguir otros trabajos lo llevan de una situación humillante a otra, las que no está dispuesto a tolerar. Y en la vida cotidiana, además, no comportarse de manera amable, sonriente y temerosa frente a los hombres blancos lo mete en situaciones tensas aún cuando no haya hecho nada.

La vida de Duff –que tiene una nula relación con un hijo de una relación previa y una bastante incómoda con su padre alcohólico al que casi no conoce– se va volviendo un espiral de agresiones y complicaciones que empeoran solo por el hecho de querer existir de una manera digna, siendo respetado y compensado como corresponde por su trabajo. Roemer le agrega al film algo que no siempre se ve en este tipo de relatos, que es la manera en la que la propia comunidad afroamericana se despega y hasta se desentiende de sus acciones o de su modo de actuar para no entrar en problemas, prefiriendo en muchos casos seguir sonriendo y tolerando constantes humillaciones.
De un seco realismo y de una sobriedad que termina siendo devastadora, NOTHING BUT A MAN es una película filmada con una llamativa sutileza y elegancia para un primer largo de ficción hecho con pocos recursos. Más allá de una curiosamente comercial banda sonora llena de éxitos de Motown de la época –producto de un acuerdo con ese sello discográfico–, la película de Roemer le escapa a cualquier lugar común del melodrama racial prefiriendo instalarse en una zona más elusiva y hasta incómoda: la lucha por la dignidad como una épica íntima, cotidiana, casi invisible.
La película se desarrolla sin estridencias, con un naturalismo seco, claramente influenciado por el neorrealismo italiano y, en menor medida, por la Nouvelle Vague francesa. No es un film de grandes discursos ni de escenas altisonantes. Se construye, más bien, como una acumulación de gestos ligados a decisiones difíciles y a calladas broncas como respuesta a sutiles humillaciones. Duff quiere ser un hombre íntegro tratando de no romper un sistema que todo el tiempo lo expulsa y parece llevarlo directo a la marginalidad. Su callada lucha –y la de su mujer– para no caer ahí es el centro orgánico y emocional del film.

Cinco años después de esa película, Roemer haría otra, muy distinta en tono pero mucho más cercana, uno creería, a su experiencia como judío de Nueva York. THE PLOT AGAINST HARRY, rodada en 1969, es una suerte de comedia que el director decidió no estrenar al darse cuenta que nadie se reía en los pases previos. Así como la hizo, tomó la decisión de tirarla a la basura, condenarla a la oscuridad. Guardó la película durante veinte años en un cajón hasta que, un día, en los años ’80, un técnico de laboratorio se rió mientras la pasaban a video. Roemer la volvió a mirar y cambió de idea. La presentó en festivales a fines de los ’80 y terminó proyectándose en Cannes, Nueva York, Toronto y Sundance dos décadas más tarde de su rodaje.
El film en blanco y negro, rodado en las calles y en los barrios populares de Nueva York, sobrevive mejor como un retrato de un lugar y una época que en términos estrictamente cómicos. Narra la historia de un tal Harry Plotnick (Martin Priest), un tipo que maneja un negocio de apuestas y que acaba de salir de la cárcel tras unos meses detenido allí. Al volver a las calles nota que nada es lo mismo: su «negocio» hoy lo manejan otros (inmigrantes latinos, asiáticos, negros) y nada de lo que intenta hacer para mejorar su posición allí ayuda, ya que se topa con impedimentos de la mafia local, a la que a su modo desafía. O cree hacerlo.
Pero en paralelo a su caída en desgracia en su trabajo –caída que incluye un par de aparentes ataques cardíacos que le revelan que quizás tenga un problema coronario–, Harry redescubre a su familia a la que había dejado de lado décadas atrás. Así que dedica buena parte de su tiempo a hacer un nuevo negocio con su ex cuñado, a lidiar con su ex esposa y con sus dos hijas, de una de las cuales ni siquiera sabía de su existencia y que hoy está a punto de casarse. A su modo, ese conflictivo reencuentro familiar opera como una nueva oportunidad en la vida del sinuoso Harry, un tipo calculador y un tanto frío que recién a partir de esta reconexión parece poder empezar a abrirse un poco.

Curiosa en sus ritmos cómicos, con una propuesta visual que la acerca al documental (algo similar pasaba con NOTHING BUT A MAN, dejando ambas en claro el pasado de Roemer como documentalista), THE PLOT AGAINST HARRY conecta con otras comedias judías de la época –las de Woody Allen o Elaine May de principios de los ’70 tienen un cierto aire de familia–, pero con un humor más solapado, menos abiertamente gracioso, con un personaje que parece no ser capaz de entender ni de reaccionar de una manera apropiada a un mundo que cambia frente a sus ojos.
El humor del film es seco, melancólico, lleno de pequeños desvíos y raras incongruencias que lo emparentan con el cine de Aki Kaurismäki. Roemer observa a su protagonista con ironía pero sin crueldad, consciente de que en su torpeza hay algo profundamente humano. Harry se da cuenta que esa caótica familiar que recupera puede tener mucho de infernal, pero ante un mundo que lo abandona y lo deja de lado, la transforma un tanto casualmente en un refugio humano, un lugar donde encontrará algo que creía imposible en él y que se parece a la conexión emocional.
La carrera de Roemer seguiría siendo un camino de despistes. Así como la emisión de CORTILE CASCINO, un telefilm documental que rodó con Robert M. Young –su principal apoyo y colaborador– en Sicilia para la NBC en los años ’50 fue cancelada antes de su estreno, lo mismo le sucedió con FACES OF ISRAEL (1967), otro documental que tuvo varias versiones y jamás se estrenó formalmente más allá de algunas proyecciones esporádicas. Su documental DYING (1976) tuvo un breve paso por la TV y algo parecido sucedió con otros dos films de ficción que hizo con dinero de la TV alemana a principios de los ’80: PILGRIM, FAREWELL y VENGEANCE IS MINE. Tuvieron un par de emisiones televisivas, desaparecieron del mapa y fueron recuperados décadas más tarde en retrospectivas y ciclos como el que organizó Play-Doc, que homenajea así la obra del más esencial de los cineastas desconocidos.

Que Michael Roemer haya quedado fuera del canon dominante no es una casualidad. Su cine no respondió nunca a las lógicas de mercado, ni a las del prestigio académico, ni a las modas cinéfilas al uso. Es un cine hecho con medios escasos, con una obstinación que roza lo artesanal y con un talento que brilla por el lado más secreto. Sin embargo, en esa austeridad siempre existió una rara forma de libertad: la posibilidad de haber filmado sin pedir permiso, sin haber hecho concesiones y con la convicción profunda de que lo íntimo también podía –y puede– ser profundamente político.