
Series: crítica de «El oso – Temporada 4» («The Bear»), de Christopher Storer (Disney+)
En su nueva temporada, la serie sobre un grupo de personas que trabaja en un restaurante de Chicago se centra en los problemas de salvarlo de una potencial quiebra. En Disney+
Al llegar a su cuarta temporada EL OSO se transformó en una bestia muy distinta a la de sus inicios. El show ha ido abandonando de a poco el peso concreto de llevar día a día adelante un restaurante para convertirse en uno que trata de entender cómo se hace para salir adelante después de atravesar una tragedia. Siempre estuvo el drama humano muy presente en el corazón de esta serie sobre un chef que monta un elegante restaurante en Chicago y el grupo de gente con el que trabaja, pero ahora se ha convertido en el verdadero escenario en el que se juega la historia. El restaurante, de hecho, es más una metáfora que nunca. De lo que se trata la serie es de aprender a convivir con los demás y con uno mismo.
Más aún que en otras temporadas, la cuarta se juega en un mundo de constante intensidad emocional, donde todo parece ser cuestión de vida y muerte. Sí, el restaurante está en riesgo porque una crítica un tanto ambigua en un importante medio de Chicago los puso ante un potencial jaque económico, pero en el fondo aquello termina siendo casi una buena noticia, un despertador para los protagonistas. Si el crítico vio un restaurante brillante pero caótico es porque lo era y, si es que hay forma de salir de ese lugar, será tratando de tirar todos, más o menos, para el mismo lado.

La temporada tiene un reloj literal que maneja sus tiempos. Es el que pone el tío Jimmy (Oliver Platt) calculando cuánto tiempo podrá seguir sosteniendo económicamente el proyecto si, como teme, no funciona económicamente. Y esa presión, esta vez, sacará lo mejor de todos. O algo que trata de ser eso. A lo largo de esta temporada de diez episodios (que incluye uno casi tan extenso como una película), lo que veremos serán los intentos personales, paralelos y en común, de la docena o más de personajes que integran la serie tratando de poner lo mejor de sí mismos para sacar adelante un proyecto extraordinario pero frágil, tan frágil como son los seres que lo llevan adelante.
Carmy (Jeremy Allen White) durante buena parte de la temporada sigue en plan estupefacto tratando de arreglar muchos de los errores que cometió, las cosas que hizo y que dijo, en plan reparación. Y cae en las manos de Sydney (Ayo Edebiri) ser el centro emocional más o menos firme del restaurante, mientras tiene que decidir si acepta o no la oferta laboral de un competidor. En el medio, cada uno tendrá su personal «baile» que danzar, desde Richie (Ebon Moss-Bachrach), que lidia con la inminente boda de su ex pareja, a cada uno de los cocineros, que trabaja para superar algún trauma personal o una dificultad específica de su trabajo. Y si bien el centro son ellos tres (al punto que un episodio clave es prácticamente una conversación/discusión entre ellos), THE BEAR da un gran espacio al resto de sus protagonistas, incluyendo otra docena de invitados y actores que aparecen poco pero son relevantes.
Habrá un episodio con Sydney lidiando con un tema personal, el capítulo largo que transcurre en la boda de Tiffany (Gillian Jacobs) con Frank (Josh Harnett) –en el que aparecen casi todos los invitados de la temporada– y el de la mencionada discusión del trío que son más o menos concentrados. Pero habrá otros en los que Christopher Storer irá repasando las vidas paralelas de todos casi en cadena, a modo repaso. En esos momentos se la siente a la serie un tanto descompensada, como queriendo abarcar varias vidas en plan montaje paralelo permanente (el uso de las llamadas secuencias de montaje musicalizadas es de una recurrencia un tanto excesiva), para de golpe pasar de ahí a largas escenas en los que los personajes comparten sus emociones de una manera franca, yendo del saludo al llanto en cinco segundos.

La intensidad no está ya puesta en el minuto a minuto del restaurante en sí, sino más que nada en las cosas que todos los personajes tienen para decirse entre sí. En ese sentido es una serie cuya honestidad brutal tiene un dejo de teatralidad (por momentos uno tiene la sensación de estar viendo una obra de Eugene O’Neill o Arthur Miller, o una buena imitación) de la que los actores hacen uso y ocasional abuso. Cada episodio tiene varias escenas a corazón abierto, bien actuadas y fuertes conversaciones que suenan bien y son creíbles, aunque por momentos se pasan de rosca con su tono confesional. Si bien THE BEAR ya tiene poco de comedia –nunca lo fue verdaderamente–, uno extraña a veces algo de ligereza en los encuentros.
Pero pese a sus bruscos y persistentes giros de tono, de ritmo y de personajes, la cuarta temporada funciona. De hecho, va creciendo y creciendo con el paso de los capítulos hasta llegar a un lugar inesperado pero potente, donde todo –lo laboral, lo económico y lo personal– conjuga de una manera creíble y emocionalmente devastadora. Es una serie imperfecta y errática, como lo es el restaurante, pero cuyos mejores momentos no solo son solo brillantes sino que son únicos, de esos que no se ven en otras series de plataformas. Y esa grandeza, esa extraordinaria forma de lidiar con estos personajes que parecen llevar encima el peso del mundo entero, es la que hace que uno atraviese los momentos más confusos, esos en los que Storer y equipo parecen buscar algo sin terminar de encontrarlo del todo.
Ya he hablado del excelente elenco (hay nuevos actores invitados y reaparecen los de siempre) y de la extraordinaria banda sonora (esta temporada hay lugar para St. Vincent, Eddie Vedder, Elton John, R.E.M., Tom Petty, Oasis, Otis Redding, Wilco, Lou Reed, Curtis Mayfield y muchos más), por lo que no hay mucho que agregar al respecto. Lo que queda en claro hoy es que EL OSO es una serie distinta a la que conocimos de entrada, un permanente work in progress que, como el restaurante que retrata, intenta ir encontrando soluciones mientras avanza, reordenándose y reorganizándose según la inspiración o la búsqueda de sus creadores. Como lo aseguraba la crítica gastronómica que hace entrar en tensión el futuro del restaurante, la excelencia está ahí, surgiendo en medio del caos, brillando de a ratos y dándole finalmente al espectador la sensación de que la experiencia valió la pena.