Cannes 2018: crítica de «Leto», de Kirill Serebrennikov (Competencia)

Cannes 2018: crítica de «Leto», de Kirill Serebrennikov (Competencia)

por - cine, Críticas, Festivales
10 May, 2018 08:39 | Sin comentarios

Con una frescura y vitalidad que permite que uno pase por alto sus momentos más banales, la película cuenta el despertar del punk y la new wave en la Unión Soviética de principios de los ’80. La historia de dos estrellas de rock y la mujer que ama a ambos es una celebración de una movida que hoy es mítica en Rusia aunque poco conocida en el resto del mundo.

LETO (Verano) es una de esas películas cuya efervescencia y frescura hacen que muchas veces uno pase por alto sus zonas más frágiles. Y más aun en un festival de cine como el de Cannes donde no sobran ni la efervescencia ni la frescura, tapadas por una noción de «gravedad festivalera» mal entendida que suele cubrirlo casi todo. La película del actualmente preso cineasta ruso Kirill Serebrennikov es una biopic rockera que, mirada con entusiasmo, recuerda por momentos a VELVET GOLDMINE o a la propia 24 HOUR PARTY PEOPLE. Y si uno no entra en la propuesta un tanto naive del filme la puede sentir más cerca de una versión soviética de TANGO FEROZ.

Lo cierto es que lo primero prima sobre lo segundo, ya que la energía contagiosa de esta película se transmite desde la primera escena al espectador que sigue a un par de chicas que se cuelan en un concierto de rock casi secreto que se hace en Leningrado, en 1981. Los asistentes tienen que permanecer sentados y no hacer más que mover suavemente los pies y aplaudir discretamente ya que cualquier otra demostración de entusiasmo (un grito, un cartel, cualquier cosa parecida) es reprimido como si el evento estuviera siendo vigilado por celadores de escuela secundaria.

La película es una biopic doble o un triángulo amoroso raro, que recuerda al de la película de Todd Haynes pero en versión heterosexual. El protagonismo va cambiando pero el eje se mantiene en esa escena rock under de Leningrado. La que une a la ya consagrada estrella y a la incipiente que protagonizan el filme es, como suele pasar en estos casos, una chica. Natasha es la novia de Mike, el ya célebre –en ese ambiente– músico de rock que luce como una cruza entre Adrián Dárgelos de Babasónicos y los hermanos Gallagher de Oasis. Mientras pasan unos días junto al mar con miembros de la banda de Mike Naumenko (Zoopark), amigos y con la versión soviética de las groupies de entonces se encuentran con dos jóvenes músicos que quieren ser escuchados por la estrella y que luego se convertirían en la banda Kino.

Uno de los dos, Viktor Tsoi, de ascendencia coreana, deja en evidencia que es un gran compositor y Mike lo apoya y ayuda a mover sus canciones, su imagen y a hacer un disco. Pero a  Natasha también le interesa el enigmático Viktor y empieza a pasar mucho tiempo con él. Mike, curiosamente para los standards de este tipo de historias, no se hace problemas y la deja ser. No es un triángulo convencional ni una competencia ni tampoco un «trío»: es una suerte de sociedad de rebeldes y rockeros en un país que margina a este tipo de música tomada de los «enemigos ideológicos» capitalistas.

Además de las idas y vueltas, grabaciones y conciertos, el director incluye números musicales de fantasía, con una estética de videoclips de los ’80, haciendo que gente de la calle cante (mal y en mal inglés) canciones de Talking Heads y Blondie, entre otros. Y si bien esas escenas bordean lo ridículo, la convicción para ir de frente con ellas es tan potente que uno termina aceptándolas. Lo mismo que las charlas y discusiones un tanto obvias sobre David Bowie, T. Rex, Lou Reed o Iggy Pop, entre otros nombres que se tiran por ahí y cuyas letras se analizan.

Al ser una película que transcurre en la Unión Soviética en unos años en los que era poco y nada lo que se sabía allí del tema uno puede entender y hasta dejar pasar lo banal de las conversaciones. Y hasta la aparente mediocridad de algunas canciones evidentemente influenciadas por los artistas citados (más Bob Dylan en el caso de Viktor) va desapareciendo y uno sale del cine queriendo ir a buscarlas a Spotify.

Otros elementos nobles de la película son sus largos planos secuencias elegantemente filmados en blanco y negro, un relator autoconciente que va de tanto en tanto comentando escenas con los espectadores y momentos humorísticos generalmente ligados a los choques con las autoridades, aún con las más «permisivas» a las que hay que convencer que esas muchas veces banales letras de canciones tienen «conciencia social» o representan los deseos de la clase trabajadora.

Con grandes escenas y momentos no tan logrados, LETO se lleva puesto a un espectador curioso por saber cómo se podía ser rockero (y hasta punk) en la Unión Soviética antes de la «perestroika». Es cierto: a la larga no era tan distinto a lo que pasaba en la Argentina en las dictaduras, pero no hubo ningún cineasta argentino que, al menos en la ficción, haya logrado contar ese momento histórico con tanta vitalidad como la que hay aquí.