Estrenos/San Sebastián 2018: crítica de “Beautiful Boy”, de Felix Van Groeningen
Basada en dos libros, uno escrito por el padre y otro por el hijo, la película protagonizada por Steve Carell y Timothée Chalamet cuenta los esfuerzos y complicaciones a lo largo del tiempo en la lucha de un hombre por rescatar a su hijo adolescente de la adicción a las drogas duras.
Basada en dos memoirs sobre un joven adicto a las drogas, una escrita por su padre y otra por el propio adicto, BEAUTIFUL BOY es la clase de película que fascina hacer a los actores ya que permite todo tipo de lucimiento personal, desde el sufrimiento al miedo pasando por la violencia, la destrucción física y todo tipo de emociones que vivencian, en este caso, un hijo adicto a las drogas y su padre, que lucha de manera incansable pero sin lograr resultados, para que el chico abandone el asunto.
En ese sentido, Steve Carrell y Timothée Chalamet se dan el gusto de sacarle el jugo a sus personajes en una película que es más triste y sombría que sórdida, más impresionista que narrativa, y más sentimental que cualquier otra cosa y que sigue la complicada caída en el mundo de la metanfentamina por parte de Nic, el adolescente en cuestión, más que nada desde el punto de vista de un padre que no logra, pese a todos los esfuerzos y una devoción enorme, sacarlo de allí.
Acaso lo mejor de la película esté en la manera en la que no intenta ni explicar ni justificar la situación de Nic. Si bien sus padres viven por separado, las vidas de ambos parecen cómodas en lo económico y amigables en lo personal. No parece haber habido una situación traumática ni difícil que explique la actitud ni la caída en desgracia de Nic, sino más bien todo lo contrario. Como si su entrada en cierto universo de placeres y peligros sea una respuesta a una vida demasiado blanda y burguesa, de una apacible armonía. O acaso sea otro el motivo, algo que la película no intenta dilucidar de manera obvia.
Si son dos los libros los que la película combina es evidente que la mayor parte se apoya en el escrito por el padre ya que no sólo se centra en él y en sus por momentos obtusos sacrificios y esfuerzos por “sacar a su hijo de las drogas” sino que durante un buen tiempo casi no vemos la vida paralela de Nic, ni lo que hace cada vez que desaparece de la casa. Algo que en cierto punto se agradece ya que así el filme logra evitar la clásica sordidez y decadencia de este tipo de relatos de caídas en desgracia.
Los intentos del padre, David, por “salvar” a su hijo responden al catálogo de lo que se debería hacer en estos casos, pero no funcionan. Y cuando Nic se muda a lo de la madre, a pesar de que por un tiempo parece mejorar, las cosas vuelven al principio. No hay avance, en cierto punto, en su proceso. Y eso, lamentablemente, se siente en la película, que se torna reiterativa y en la que el espectador se frustra tanto como el padre, metido en un loop sin salida similar al de la adicción. Lo que el director de BÉLGICA hace para sacar a la historia de ese círculo literalmente vicioso es mostrar la vida familiar en distintas etapas, casi de manera simultánea.
Un poco en el estilo de Terrence Malick y con un procedimiento si se quiere “proustiano”, la película avanza y retrocede en el tiempo permanentemente, llevada a partir de recuerdos puntuales del padre (y, en algunos casos, también del hijo) a volver a esa infancia en apariencia bella e idílica, donde ese bonito y simpático niño parecía la imagen misma de la pureza y la inocencia. Chalamet sigue teniendo un poco esa imagen a los 18, pero su rostro de querubín angelical, a esa altura, lo usa para engañar y salirse con la suya en ciertas situaciones complicadas.
Ese recurso del permanente flashback tiene un objetivo claramente emocional: es muy fuerte ver de un momento a otro las distintas etapas de un niño en combinación con la dura actualidad del adolescente. Es difícil no sentirse impactado por los cambios, por no poder entender bien qué sucedió allí, porqué y cómo se destruyó todo. Y saber que a cualquiera le puede pasar, por más protegido y cuidado que ese niño viva. Pero también hay momentos en los que el constante ir y venir hacen que la película no posea un empuje narrativo en tiempo presente. La imposibilidad de avanzar en algún tipo de solución para los problemas de Nic se convierten también en los problemas narrativos de la película, a la que sólo le queda mirar para atrás con nostalgia, volver al frustrante presente y así…
La película tiene una clara intención “educativa”, de esas que terminan con carteles de cifras de adictos y esas cosas, pero lo que la vuelve extraña también en ese aspecto es algo que sucede, por ejemplo, con algunas películas bélicas que quieren mostrar el horror de la guerra. Queriéndolo o no, Van Groeningen no puede evitar caer en cierta glamorización de la adicción. La imagen de Chalamet lánguidamente inyectándose en el brazo mientras la música incidental (o varios de los buenos temas pop de la banda sonora) suena puede hasta tener su curioso encanto, transformando lo que se quiere “criticar” en algo trágicamente romántico, hasta poético.
BEAUTIFUL BOY (el título proviene de la canción de John Lennon) tiene toda la verdad que estos libros de no ficción escritos por los protagonistas pueden ofrecer. No hay dudas que las emociones, miedos y frustraciones que transmiten padre e hijo (además de la madre y la nueva mujer de David, encarnadas respectivamente por Amy Ryan y Maura Tierney) son genuinas y honestas, pero la película no logra desde su propia factura ir hacia un lugar más revelador. Lo peor y lo mejor de la película corren por caminos parecidos: todo gira demasiado sobre sí mismo, y su falta de evolución narrativa y de cambios, las continuas frustraciones de sus personajes, pueden volverla muy realista pero también la hacen tediosa y hasta irritante. Cualquiera que haya conocido o lidiado con un adicto sabe bien de lo que hablo.