Estrenos/San Sebastián 2018: crítica de «Belmonte», de Federico Veiroj
La nueva película del realizador uruguayo de «La vida útil» se centra en la crisis de mediana edad de un pintor (Gonzalo Delgado) que, pese a su exitosa carrera no parece encontrar momentos de felicidad en su vida salvo cuando está con su hija. Otra notable y compleja exploración de Veiroj acerca de personajes tan confundidos como inescrutables.
Javier Belmonte es un artista un tanto solitario y circunspecto. Se comunica con poca gente y, cuando lo hace, no le sobran palabras. Con quien se suelta un poco más es con su hija, Celeste, que vive con su madre, de la que se ha separado hace un tiempo y con la que no se lleva del todo bien. La vida de Belmonte (casi nadie lo llama por su nombre, casi todos por su apellido) es el centro de la nueva película del director uruguayo de LA VIDA UTIL y EL APOSTATA, una acaso más pequeña que las precedentes en términos de tamaño y ambiciones (la hizo en muy poco tiempo y ya tiene lista una nueva y más «grande» protagonizada por Dolores Fonzi) pero con similares búsquedas que van del realismo más «uruguayo» posible a los clásicos vuelos estilísticos y estilizados tan propios de su obra previa.
El conflicto en BELMONTE es interior, ya que más allá de algunas situaciones ocasionales (la tensión con su mujer quien está embarazada de su nueva pareja, la confirmación de que su padre, un septuagenario, parece llevar una vida paralela gay), la tensión principal está en su propia crisis: con su obra, con su familia, con su vida. Sus cuadros (la mayoría de hombres desnudos) tienen éxito pero a él nunca se lo nota contento. Vive algunas extrañas situaciones sexuales con señoras que adquieren sus cuadros (esa escena, musicalizada con «El carnaval de los animales: Aquarium», de Camille Saint-Säens, el tema que se usa como cortina en el Festival de Cannes, es excelente) y, en paralelo, va cruzándose con su padre (Tomás Wahrmann) y el que aparenta ser su joven pareja, en conciertos de música clásica y operas en el Teatro Solís de Montevideo. Pero nunca mencionan el tema. Acaso algo ligado a eso sea lo que tiene a Belmonte en conflicto consigo mismo.
Belmonte encuentra algún espacio de tranquilidad o contención (de ella hacia él, curiosamente) cuando está con su simpática hija pero no parece casi nunca alcanzarle para sacarle una sonrisa, tal vez porque no sabe muy bien qué hacer con ella y se molesta cuando la niña quiere volver con su mamá. Hay algún coqueteo e intercambio sexual, pero tampoco parece querer explorar demasiado por ese lado, al menos con personas del sexo opuesto. Con el rostro bastante pétreo y cara de pocos amigos, Gonzalo Delgado (guionista, director de arte, pintor real de lo cuadros que se ven en la película, pero que casi no tiene experiencia actoral) compone muy bien un personaje un tanto inescrutable pero, a la vez, identificable: un tipo que atraviesa una crisis de la mediana edad en la que siente que el éxito laboral que forjó no le alcanza para sentir nada parecido a la felicidad.
Es una búsqueda introspectiva pero nunca verbalizada, lo cual evita que la película caiga en cualquier tipo de psicologismo tradicional, algo que el propio personaje detesta cuando se analiza su obra. Y eso vuelve su devenir un tanto más misterioso, errático, disperso. En manos de Veiroj, BELMONTE se permite espacios para algunos planos elaborados y largos, situaciones musicales (especialmente clásica, algo de tango y un curioso respiro de cancionero popular en la rambla) y momentos ligeramente absurdos de desencuentros, silencios o respuestas que descolocan. Acaso el leit motiv de la película esté en la canción de Leo Masliah «Imaginate m’hijo» que se escucha promediando el filme. Una humorística pero a la vez dolorosa oda a la desesperanza y a la aceptación del mundo que nos tocó en suerte. Como la propia película.