Ciclos: «Vampyr», de Carl Theodor Dreyer (Sala Lugones)
La película de 1932 se exhibe el miércoles 7 a las 14, 16.30 y 21.30 en el marco del ciclo «La pasión según Carl Theodor Dreyer» que se realiza en la Sala lugones del Teatro San Martín.
Según un texto del autor y crítico Kim Newman que acompaña la muy completa versión de Criterion de VAMPYR, solo dos películas sobre vampiros existían antes de completarse la del realizador danés: nada menos que NOSFERATU, de F.W. Murnau y DRACULA, de Todd Browning, estrenada apenas unos meses antes que esta producción. Si bien el término era usado y conocido –muchas veces como velada metáfora del concepto «mujer ambiciosa»–, los vampiros eran más criaturas folclóricas y literarias que cinematográficas. Ese dato sirve para entender algunos detalles y poner en contexto los asombrosos y en su momento incomprendidos logros de la película de Dreyer, la primera que hizo después de LA PASION DE JUANA DE ARCO, y que fue un estrepitoso fracaso en su estreno comercial en 1932.
Dos datos, si se quiere, biográficos, también ayudan a enmarcar el film que se presenta el miércoles 7 en la Sala Lugones en el marco de la retrospectiva de Dreyer. Por un lado, VAMPYR nació como película muda y recién en última instancia de preproducción, a partir del furor del cine sonoro, se le decidió agregar algunos diálogos (en tres versiones diferentes, alemán, francés e inglés), lo cual explica no solo la estética de la película sino también la cantidad de inertítulos y textos que la acompañan.
Un dato más, acaso menor pero no del todo irrelevante, es que el protagonista no solo no era actor sino que se trataba de uno de los productores (el Barón Nicolás de Gunzburg), que puso como condición actuar en la película antes de poner dinero en ella. El detalle explica, si se quiere, la opaca presencia del protagonista, cuya expresión –en rotunda discrepancia con las de Falconetti en JUANA DE ARCO— es siempre la misma, un solo e impenetrable gesto, a lo largo de todo el film. La opacidad del gesto, sin embargo, en un punto termina jugándole a favor del muchas veces también impenetrable relato.
Esta serie de datos, si se conectan, permiten pensar a VAMPYR como un film a mitad de camino entre varias tradiciones. Es una película de horror pero también una que responde a ciertos criterios estéticos de la vanguardia francesa de entonces, más cerca de UN PERRO ANDALUZ, de Luis Buñuel, o LA CAIDA DE LA CASA USHER, de Jean Epstein, que de cualquier monstruo de Universal, digamos. Y, como dije antes, es una película silente disfrazada de parlante, arrancando por los textos que contextualizan la historia y pasando, luego, por la enorme cantidad de minutos que Dreyer dedica aquí a mostrar paginas de un libro que explica el funcionamiento del vampirismo y de cómo su lógica se aplica en este particular relato. VAMPYR puede ser una película un tanto –solo un tanto– más convencional que LA PASION… pero sigue siendo la expresión pura de un cineasta que trata de crear sus propias reglas cinematográficas.
Cualquier síntesis de la trama de VAMPYR no le hará justicia a la experiencia audiovisual. Por un lado porque Dreyer diluye la estructura narrativa de manera tal que resulta complicado seguir la lógica dramática y en un momento uno descubre que es mejor perderse en la oscura y perturbadora belleza de las imágenes en lugar de tratar de atar cabos narrativos en esta experiencia que dura poco más de una hora. Y por otro porque la trama en sí es, llegado el caso, lo menos importante.
Brevemente, digamos que el film se centra en la llegada de un tal Allan Gray, un ocultista que arriba al pueblo de Courtempierre, en Francia, investigando un asunto de vampirismo. Allí se encontrará con una serie de sujetos –el dueño de la casa, el doctor del pueblo, una anciana y misteriosa señora, dos hermanas (una de ellas enferma/poseída), una pareja de sirvientes y varias «sombras misteriosas»– que lo van enredando en una trama de extrañas posesiones, muertes inesperadas, transfusiones sanguineas y estacas clavadas en corazones.
Dreyer sigue al opaco Gray en un recorrido iniciado por él tras la muerte del dueño de la casa en la que paraba. Guiado por un libro que el malogrado hombre le dejó (con un premonitorio texto: «abrir solo después de mi muerte»), el hombre va topándose con esta serie de personajes atravesados por su relación con un vampiro. Pero el verdadero centro del film está en el viaje en sí y en las imágenes que Dreyer extrae de él a cada paso que Gray da a través del brumoso lugar.
Ya la llegada de Gray a la casa está presentada como un montaje con sugerentes imágenes de personas misteriosas que rodean el área. Sombras que se mueven solas lo siguen al hombre en su camino mientras que en un momento –en lo que parece ser un sueño–, Gray se separa de sí mismo y, en un efecto que para entonces sería comparable a los CGI de Marvel actuales, recorre el lugar como un fantasma para luego verse a sí mismo en un féretro, en apariencia muerto en vida.
La música de Wolfgang Zeller es otro elemento fundamental y cautivante de la experiencia VAMPYR, lo mismo que la fotografía difusa, casi «suave», de Rudolph Maté, que filmó toda la película con la cámara detrás de una suerte de gasa puesta a un metro de distancia, creando un efecto que bordea lo pesadillesco. Algunas imágenes suyas del exterior de la casa principal y de la otra mansión en la que el verdadero peligro parece existir han quedado grabadas en la memoria cinematográfica, varias de las cuales son las que ilustran esta nota.
Y si bien el film nominalmente se basa en un par de historias de la colección de cuentos IN A GLASS DARKLY, de Joseph Sheridan Le Fanu (principalmente uno titulado CARMILLA), salvo por los inserts del libro sobre vampiros, es poco lo literario que tiene el film. Al contrario, esta más cerca de ser un trabajo de pura forma cinematográfica, en cierto punto hasta desentendido de la lógica concreta de la trama o de la psicología de los personajes. La imagen, el montaje, la música, el clima, es lo que prima en el curioso disfrute de VAMPYR, una historia que acaso hoy no asuste como en su momento pero que se aprecia aún más como un milagro del cine y no solo del de género. Una obra gótica y misteriosa que ha influenciado a cientos de cineastas (desde Ingmar Bergman a David Lynch) y que sobrevive intacta al paso del tiempo. Como los buenos viejos vampiros.