Clásicos online: crítica de «Perdidos en Tokio», de Sofía Coppola (Netflix)

Clásicos online: crítica de «Perdidos en Tokio», de Sofía Coppola (Netflix)

La película de la realizadora estadounidense se convirtió en un clásico instantáneo al relatar la relación de amistad que inician en Japón un veterano actor y una mujer mucho más joven. Con Bill Murray y Scarlett Johansson.

En EXTRAÑOS EN EL PARAISO, el ya clásico filme de Jim Jarmusch, tres jóvenes se asomaban a un paraje en apariencia sobrecogedor y sólo lograban ver un montón de niebla. Algo similar transcurre en PERDIDOS EN TOKIO, la delicada y emocionante película de Sofía Coppola. PERDIDOS… no es una película sobre Tokio, ni siquiera sobre Japón, y mucho menos sobre la cultura nipona. Es un filme acerca de dos seres a la deriva, perdidos sí, pero en sus propias vidas, sus propios cuerpos.

A su manera, la extrañeza sensorial de Tokio funciona como una metáfora de la confusión que atraviesan en sus vidas dos personas en apariencia muy distintas: Bob Harris, un actor cincuentón que tuvo su gran fama en los años ’70 y hoy sobrevive cobrando millones por hacer avisos de whisky en Japón; y Charlotte, una veinteañera recién egresada de la universidad, que está allí acompañando a su marido, un cotizado fotógrafo de estrellas.

Sus calles plagadas de signos incomprensibles, sus costumbres llamativas a los ojos occidentales, su brusca alteración horaria con respecto a los Estados Unidos, convierten a Tokio en un mapa interior de estos personajes, quienes, incapaces al principio de saber en qué mundo de señales están parados, poco a poco irán traduciendo ese mapa imposible a uno más claro: el de los pudorosos sentimientos y las discretas emociones, el de los afectos y de la intimidad. Un mapa un tanto más comprensible que les permita recuperar el significado de las cosas.

El filme parece más influenciado por cierto cine oriental que por el norteamericano. Los largos silencios, la sensación de que los objetos, escenarios y miradas pesan más que las palabras, lo acercan más al criterio poético de un filme como CON ANIMO DE AMAR que a uno de Hollywood. Así, Coppola construye una pequeña elegía dedicada a aquellos que no hallan su lugar en el mundo, que viven vidas que no los satisfacen, y que no encuentran la salida ante tamaña confusión.

No por nada el film está plagado de mapas. Luego de que Bob se deshace de sus compromisos publicitarios (lo que toma la primera media hora, la que más se parece a una comedia, con el genial Murray tratando de adaptarse a los pedidos de sus anfitriones) y empieza a cruzarse con Charlotte en el bar del lujoso Hyatt, la ciudad empezará a cobrar protagonismo. Ella se perderá mirando un plano de subtes, le enviará por fax un mapa para ir a una fiesta, y hasta pasará un tiempo escuchando unos CDs de autoayuda en los que le hablan de «la teoría del mapa interior».

En ese mapa interior —como una cruza de VIAJE INSOLITO, de Joe Dante, con BREVE ENCUENTRO, de David Lean— se moverán Bob y Charlotte. Saldrán a la salvaje noche del distrito Ginza y cantarán en un karaoke. Ella hará una sensual versión de «Brass in Pocket«, de The Pretenders; él un conmovedor destrozo del «More Than This», de Roxy Music («más que esto/sabés que no hay nada«). Ella irá a Kyoto y a ceremonias tradicionales, pero sentirá que no la afectan. Ambos mirarán LA DOLCE VITA por TV (¿un perdido en Roma quizás?). El recorrerá sonámbulo los pasillos del hotel, la pileta, el gimnasio. Sufrirá porque su hija no quiere hablarle por teléfono, escuchará las quejas de su mujer y le comentará que al regreso quiere comer más sano, comida japonesa. «¿Entonces por qué no te quedás a vivir aquí?», le contesta ella, ácida.

La talentosa Coppola encontrará en esta serie de polaroids hechas película momentos para soltarnos sutiles pero certeros golpes emocionales. Si bien sabemos poco de la vida de los dos compinches, no podremos evitar conmovernos cuando Charlotte le comente por teléfono a una amiga que no sabe con quién se casó para romper a llorar sin que la otra le preste atención. O cuando Bob, en la cama, hable sobre cómo sus hijos le cambiaron la vida hasta tornarla irreconocible.

El de Bob y Charlotte será un romance, básicamente, platónico, pero su relación trascenderá el contacto físico (más allá de un beso, un abrazo, un secreto o una caricia que los/nos confunden) para tornarse en un encuentro de sensibilidades, de dos almas gemelas que se reconocen más allá de las evidentes diferencias generacionales.

Murray lleva su pesadumbre a cuestas, y nunca es condescendiente con su personaje ni ofrece guiños al público, de esos que tanto acostumbra a hacer. Al principio, su abulia le sirve para obtener risas en base a las diferencias culturales (y de altura) con los locales. Pero al final, convertirá a Bob en un antihéroe melancólico, de alcoholizado existencialismo pero renovadas ilusiones.

Charlotte (la entonces muy joven y casi desconocida Scarlett Johansson) ilumina la pantalla con su rostro amable, su tristeza y su cuerpo algo robusto para los standards hollywoodenses de la época. «No sé quien soy», le dirá a Bob en una de esas largas noches de insomnio. «Ya lo vas a descubrir —él le contesta—. Cuánto más sepas quién sos y qué querés en la vida, las cosas te van a doler menos». Al final de la película, los dos habrán empezado a recorrer ese largo camino.

(Versión con algunas modificaciones de la crítica que escribí originalmente para el diario Clarín en 2004)