Festival de Mar del Plata 2020: críticas de la Competencia Argentina

Festival de Mar del Plata 2020: críticas de la Competencia Argentina

En este post se irán subiendo, a medida que se estrenen, las críticas de las películas de la competencia nacional del festival marplatense que este año se hace de modo online.

En este post iré subiendo las críticas a las películas argentinas en tanto vayan siendo estrenadas mundialmente en el transcurso del festival. Verán que hay algunas anticipadas desde el principio y eso tiene que ver con que ya fueron previamente estrenadas (y vistas) en el marco de otros festivales internacionales. Sin más preámbulos, acá van las críticas (prefiero llamarlas «reseñas» porque son más breves de lo que habitualmente escribo) de la Competencia Argentina (y de las que están fuera de competencia) del Festival de Mar del Plata.

Para críticas de otras secciones pueden ingresar por acá.



MAMA, MAMA, MAMA, de Sol Berruezo Pichon-Riviere. Esta sensible y visualmente muy bella opera prima se inspira bastante en el universo desarrollado a partir de LA CIENAGA, de Lucrecia Martel (y muchas otras películas argentinas que trabajaron temas y escenarios similares) para narrar las experiencias de un grupo de niñas que atraviesa un par de días, emociones, miedos y confusiones en una casa campestre. Suerte de coming of age, la película se inicia con una tragedia mostrada de modo muy sutil: la muerte de una niña que se ahoga en la pileta de una casa. Un tiempo después –no queda claro cuánto– lo que vemos es a Cleo, la hermana mayor de la niña fallecida, junto a sus tres primas y la madre de ellas pasando un tiempo en esa misma casa. También está su madre que, visiblemente afectada por lo que sucedió, raramente sale de su cuarto.

La película de Berruezo transmite las confusas sensaciones que atraviesa Cleo, que enfrenta cuestiones personales como la primera menstruación o el descubrimiento de su sexualidad junto a sus primas y ante la evidente ausencia materna. MAMA, MAMA, MAMA ocupa sus 65 minutos de relato –es una película que podría ser más larga para más efectivamente desarrollar algunas líneas narrativas que quedan solo esbozadas– en relatar esos juegos infantiles en los que se incorporan ciertos miedos, fantasías y pequeñas aventuras que se vuelven problemáticas en función de lo recientemente sucedido.

La película no solo se centra en Cleo. Sus tres primas (una mayor que ella, otra de su edad y una más pequeña) atraviesan sus propios asuntos, lo mismo que la tía (Vera Fogwill), que debe hacerse cargo como puede de todas ante la depresión de su hermana. Pronto llegará más gente (la abuela, una empleada doméstica y su hija) y se irá generando, a su modo, una suerte de sensación de sororidad, un grupo de apoyo mutuo para atravesar las dificultades del crecimiento, del duelo y de la ausencia. Con un notable ojo para las composiciones formales y una puesta en escena elegante –en la que aparecen flashbacks o sueños en diferentes formatos fílmicos–, la realizadora debuta con una película más que promisoria, que trabaja esas referencias a otras cineastas como otra suerte de sororidad. En este caso, cinematográfica.




HISTORIA DE LO OCULTO, de Cristian Ponce. Hay mucho ingenio e inteligencia en el planteo de esta película de terror y suspenso local. Imagina, digamos, una suerte de Argentina paralela de los años ’80 en la que la televisión, las celebridades y los políticos se parecen a los reales pero a la vez no lo son. El eje de la trama (que transcurre casi en tiempo real) es la emisión de un programa llamado «60 minutos antes de la medianoche» en el que el conductor (una suerte de mezcla de Bernardo Neustadt con Fabio Zerpa) supuestamente revelará datos ultrasecretos sobre pactos siniestros del gobierno con algún tipo de secta oscurantista dedicada a la magia negra. Y una serie de personajes se moverán alrededor de esos secretos y revelaciones (para darlas a conocer o para ocultarlas) en una especie de misterioso combate que parece existir detrás de cámara.

La trama se vuelve llamativamente enredada (por momentos parece ser a propósito, como si los personajes hablaran de una conspiración tan compleja que nadie tiene verdaderamente idea qué cuernos sucede) y mantiene la tensión en función de los extraños hechos que van sucediendo alrededor de los protagonistas, un grupo de jóvenes que intenta dar a conocer esos secretos a través del censurado programa televisivo, poniendo sus vidas en peligro más por sus propios descuidos (consumo de hongos alucinógenos, por ejemplo) que por otra cosa.

El humor ayuda a alivianar una trama que se vuelve más endeble si es tomada seriamente. Lo mejor del film está en algunas falsas publicidades, en la recreación de la estética televisiva de la época y en algunos aportes de «realidad paralela» (como que Andrea del Boca protagonizó EL EXORCISTA o que EL BEBE DE ROSEMARY se llama aquí EL BEBE DE ROSARIO), pero la trama en sí empieza a tambalear un poco en la segunda mitad del relato. Allí, cuando las situaciones se vuelven ya un poco más prototípicas en lo que respecta al uso motivos más clásicos del género, los recursos cinematográficos para manejarlas se revelan un tanto más endebles. Existe, pese a esas debilidades, una inquietud, un interés y un talento por escaparle a ciertos códigos preestablecidos del género. Y ese es el mejor aporte de esta película que tiene mucho para convertirse en un film de culto.



UN CUERPO ESTALLO EN MIL PEDAZOS, de Martín Sappia. Muchas veces los documentalistas se enfrentan a grandes desafíos a la hora de elegir temáticas sobre las que filmar. En el caso de este film, que investiga la figura del artista, performer y delirante multifacético que fue Jorge Bonino, Sappia tenía el grave problema de que casi no existe material filmado sobre él. Apenas unos audios, mínimas participaciones en películas, varias fotos y muy poco más. ¿Cómo contar la vida de una persona a la que casi no podemos ver ni escuchar cuando, fundamentalmente, su vida consistía en ser visto y escuchado?

La decisión de Sappia, montajista de profesión, es inteligente pero lateral. Una voz en off principal –y algunas secundarias– van contando fragmentos posibles de la historia de Bonino, un tipo tan particular como inabordable, tanto que la voz en off siempre arranca por el «dicen que…» a la hora de contar algo que el hombre puede haber hecho. Y las imágenes que acompañan esas historias, fundamentalmente, son de los lugares por los que Bonino pasó pero filmados hoy, casi como marcando su ausencia en medio de esos paisajes. Entre esa locura y este silencio parece haber una enorme desconexión que quizás hable de un vacío que existe hoy en lo que respecta a ese tipo de manifestaciones culturales fuera de lo común.

Poeta, actor, personaje de la movida contracultural del Instituto Di Tella al llegar a Buenos Aires tras venir de Córdoba, la vida de Bonino fue un caos de desventuras, viajes (España y Francia, principalmente), regresos, abandonos, locura, intentos de suicidio e internaciones en psiquiátricos. UN CUERPO… logra poner en palabras e imágenes cierta idea del personaje pero, finalmente, las limitaciones terminan pesando ya que la ausencia no alcanza a dar cuenta de lo que debe haber sido el personaje, especialmente en un documental que supera los 90 minutos de duración. Es un film noble y generoso con un personaje inasible, pero por momentos sentía que todas esas historias bien podrían haber servido para armar una gran ficción.




ESQUIRLAS, de Natalia Garayalde. La combinación entre grabaciones familiares, privadas, con hechos históricos y políticos trascendentes vuelve a aparecer en este documental que se centra en las consecuencias que tuvo, para toda una ciudad pero más específicamente para la familia de la realizadora, la explosión que ocurrió, en 1995, en la Fábrica Militar de Río Tercero. La opera prima de Garayalde comienza de modo ameno, retratando la manera en la que su familia filmaba hechos cotidianos y cómo los chicos «jugaban» a ser periodistas y animadores en eventos familiares y escolares. Hasta que un día se produjo esa serie de explosiones –captadas de una manera muy dramática por la familia, casi como si fuera una película catástrofe, con fuga en auto incluida– y de a poco el panorama empezó a ensombrecerse para volverse cada vez más grave y delicado.

La película está dividida en tres etapas. La primera es la familiar, hasta llegar al atentado. La segunda, si se quiere, es la más informativa, donde a través de videos de la época –de la TV nacional, local y las grabaciones propias– se sigue los pormenores del caso, con todas las sospechas políticas que despertó ligados a la posible conexión con el tráfico de armas con Croacia y Ecuador durante el gobierno de Menem y el caos que sembró en la ciudad, destrozada por el evento. Y en la tercera parte del film lo que se cuentan son las consecuencias a largo plazo de un hecho que sucedió hace 25 años pero ha dejado secuelas (las metafóricas «esquirlas» del título que se suman a las concretas) que ya no aparecen en los medios pero que dañan de manera tan o más profunda que aquellas.

ESQUIRLAS utiliza esa combinación de una manera inteligente, que puede ser íntima y personal pero que siempre está conectada con el contexto que la rodea. La voz en off de la directora es narrativa y reflexiva a la vez, pero gran parte del tiempo las que hablan son las imágenes a veces temblorosas y los audios capturados en el momento. Y, especialmente, el que va cambiando es el tono del film, que pasa de la alegría e inocencia de los primeros momentos (los juegos con la cámara, los actos escolares, las fiestas familiares) a las impensadas secuelas de ese hecho, tratadas con la gravedad que corresponde. Ese terrible hecho pudo haber quedado como una triste anécdota para muchos argentinos, pero para los que viven con sus consecuencias día a día durante años, es una realidad que sigue sin tener un cierre y que acaso nunca lo tenga.




LAS RANAS, de Edgardo Castro. En su tercer largo, el realizador de LA NOCHE propone otro ejercicio en el que los límites entre el documental y la ficción se traspasan constantemente. Partamos de la idea que aquí, si cabe, estamos ante un relato de ficción armado con personas y situaciones reales. La película se centra en Barby, una chica que vive en el conurbano bonaerense, que tiene un pequeño hijo y un par de «trabajos». El más público y evidente es el de caminar las calles del Abasto y el Once porteño intentando vender medias a personas que la ignoran completamente. Y el otro tiene que ver con el slang carcelario al que hace referencia el título de la película. Una “rana” es una chica que establece una relación con algún preso, que no es estrictamente romance ni prostitución sino que puede considerarse como una suerte de “conspiración” de socorros mutuos. Puesto de otra manera, son «amistades afectivas» que tienen una dosis de sexo y otra de negocios.

Pero es difícil definir a Barby y a la película como una historia sobre esas “ranas”. Con la cámara de Yarará Rodríguez pegada a sus hombros, la chica viaja de casa al centro, del centro a casa, toma micros habituales a la penitenciaria (con otras chicas que están en la misma) casi siempre con el niño a cuestas, en una especie de procesión permanente por ese lado B de la cultura suburbana. Gran parte de LAS RANAS se va en observar a una persona que nadie observa, que circula por los márgenes de la ciudad, casi como un fantasma. Es un mundo transaccional del que no puede escapar y si bien Barby es parte de ese juego, encuentra espacios mayores de empatía cuando está con su “pareja” (no conocemos su nombre) en la prisión, quien espera con ansias pasar un rato con ella y, de paso, recoger lo que la chica tiene para traerle, en algunos casos escondido dificultosamente entre las piernas.

La película no solo sigue a Barby. Durante una larga escena –quizás la mejor del film–, LAS RANAS se detiene en una visita familiar que le hacen al preso, que pasa de una conversación en la mesa sobre modos de preparar empanadas a viajes al baño a fumarse un porro lejos de la vista de los guardias. No tiene mucho sentido preguntarse, viendo el film, cómo se pudieron hacer ciertas escenas dentro de la cárcel –eso es algo que Castro podrá contestar en entrevistas si así lo desea–, sino que lo importante aquí es trasladarse a esos escenarios complicados y posiblemente durísimos que son reflejados, a partir de la mirada de su director, en sus momentos más amables, solidarios y si se quiere tiernos. Hay un espíritu de comunidad que atraviesa, palpablemente, muchas de las escenas de la película y son las que ayudan a ambos a enfrentarse a ese otro mundo, más áspero y brutal, que los mira con desdén o directamente los ignora desde el otro lado. Como si fuera una continuación del final de LA NOCHE, las suyas son familias elegidas para atravesar mejor la hostilidad del afuera.



LA SANGRE EN EL OJO, de Toia Bonino. Si uno pudiera aplicar conceptos del cine comercial/industrial al cine de autor podría decir que esta película de la realizadora argentina es un spin off de ORIONE, su anterior documental. Y si bien haberlo visto puede dar alguna ventaja al espectador a la hora de entender ciertas implicancias de lo que se cuenta, LA SANGRE EN EL OJO funciona perfectamente como una película independiente. El protagonista aquí es Leo, el hermano de Ale, ausente «protagonista» del otro film, ya que murió como consecuencia de su vida delictiva. Leo también ha vivido del delito, estuvo en la cárcel 14 años y ahora está en libertad. Y la película trata de sumar a la historia su punto de vista y de aportar otra mirada al mundo del crimen visto desde la óptica de sus protagonistas.

El documental tiene tres ejes principales. El que ocupa más tiempo en la narración tiene que ver con las historias que Leo cuenta acerca de su vida criminal, explicando con lujo de detalles sus modos de robar, sus arreglos con la policía, su estancia y anécdotas en la cárcel y «fanfarroneando» un poco con su habilidad y talento para eso. Como en el otro film, no se organiza como el relato de un «arrepentido» sino de una narración seca y directa, en plan «es lo que es», de su vida delictiva. Leo jamás intenta «caer simpático» sino que suena hasta orgulloso de su estilo de vida. El otro eje es su adaptación al mundo real tras salir de la cárcel, en especial el ligado a su complicada relación con su hija adolescente, a la que conoce poco y nada y a la que le cuesta aceptarlo en su rol de padre.

El tercero es el que da título al film y es el que da a entender que para Leo la muerte de su hermano es un capítulo sin cerrar de su vida. Dice saber quién estuvo detrás de eso –y de otras desgracias que le ocurrieron, incluso el haber caído en la cárcel– y no tiene reparos en admitir que lo obsesiona vengarse. Como sucedía en ORIONE, Bonino no toma distancia (ni crítica ni moralista) respecto al mundo y a los personajes que describe. Tampoco eso implica que los apoye o que comulgue con sus ideas y acciones. Pero la honestidad de sus películas está en escuchar a sus personajes, analizar la lógica de sus acciones y entender cómo se logra salir de esos ciclos repetidos de violencia. LA SANGRE EN EL OJO podrá tener una menor experimentación formal que su riguroso film anterior, pero es claramente un paso más en un recorrido por abrir las puertas de mundos y personajes que existen en los márgenes de lo que llamamos sociedad.




1982, de Lucas Gallo. Los que tenemos «cierta edad» y la memoria todavía no nos falla recordamos de primera mano la Guerra de Malvinas. No solo la guerra en sí sino, específicamente, la cobertura mediática. Epoca con cuatro canales de aire y nada más –ni cable ni internet ni acceso a otro tipo de información–, los argentinos dependíamos de lo que nos llegará por la TV abierta. Y «60 Minutos» en Canal 7 era una fuente informativa bastante influyente. Uno puede pensarlo como «el canal oficial» –y eso era, sí– pero a la vez tenía enviados en Malvinas y una información que no disponíamos por otros medios. Mucho antes de las fake news como concepto, entonces, estaba ese canal y ese programa conducido por José Gómez Fuentes, María Larreta y Silvia Fernández Barrio. Y gran parte de 1982 es recuperar cómo se contó la historia desde allí.

También hay un gran teletón –esos programas televisivos de 24 horas para recaudar dinero– que condujeron Pinky y Cacho Fontana y que la película rescata en toda su bizarra gloria. Pero lo central del film es seguir la cobertura oficial de la guerra, en la que siempre se estuvo ganando hasta que, en apariencia de un día para el otro, se perdió. A través de los comentarios, los informes de Nicolás Kasanzew desde Malvinas, las lavadas entrevistas a Galtieri y a otros funcionarios, las notas a militares o a personas que se ponían al servicio de la causa, Gallo consigue pintar de una manera muy precisa aquellos 74 días de guerra hasta jugando con los hoy muy antiguos formatos y efectos de montaje.

Si no fuera tan triste y trágico todo lo que pasó podríamos pensar que estamos ante una extraordinaria comedia. Hay tantos momentos de patriotismo enardecido, de análisis políticos delirantes y de entrevistas ridículas que realmente causan mucha gracia por lo patéticas y manipuladoras. Lo mismo se podría decir de la tecnología y los modos periodísticos de la época, que la película imita. Pero por más que uno se ría de verlo a Jorge Porcel entregar su cuadro favorito (una cosa espantosa), de escuchar las lamentables arengas patrioteras de Pinky o la transmisión en vivo de los ataques misilísticos de Kasanzew –entre muchos otros hitos que mejor no adelantar– es imposible negar que esa manipulación de la realidad ha venido creciendo exponencialmente de entonces a ahora. Quizás, en 2060, alguien rescate buena parte de los comentarios mediáticos que se han hecho en este extrañísimo 2020 y pueda hacer una película aún mejor que esta extraordinaria 1982.




EL TIEMPO PERDIDO, de María Alvarez. La directora de LAS CINEPHILAS vuelve con una película que tiene similar espíritu a la anterior. Aquel documental se centraba en varias mujeres, adultas mayores, que dedicaban su tiempo a ver películas, ir a cinematecas y a festivales de cine, casi obsesivamente, en muchos casos para combatir la soledad o acompañarse a través del consumo cultural. En EL TIEMPO PERDIDO se retrata a un grupo único de gente, con algunas similares características al del otro film, que se reúne en un bar a leer «En busca del tiempo perdido», el clásico de Marcel Proust.

La particularidad de estas reuniones es que leer las siete largas novelas demanda tiempo. Mucho tiempo. Años. Especialmente porque las señoras (y señores) que se reúnen en un café de la zona de Tribunales, en Buenos Aires, a hacerlo, no solo lo leen sino que analizan constantemente lo que acaban de leer. A lo largo de los años que se extiende el rodaje de este grupo que se junta hace muchos más vamos conociendo a los distintos habitués y a los «lectores» ocasionales o los nuevos que van llegando. Y de algún modo sus historias van confluyendo o tocándose lateralmente con lo que se va leyendo.

A diferencia de LAS CINEPHILAS, aquí hay algo de conexión grupal, de conexión comunitaria, lo que vuelve a la «tarea» también en una excusa para renovar esa amistad y hasta conocer gente nueva. Es cierto que al tener más personajes y un tanto más indefinidos que aquel film, EL TIEMPO PERDIDO pierde un poco de fuerza, pero la lógica y la idea es la misma. Observar cariñosamente a personas que eligen «perder el tiempo» en una obsesiva y apasionada búsqueda cultural que refleja también sus necesidades afectivas y personales.




LAS MOTITOS, de Inés Barrionuevo y Gabriela Vidal. Basada en la novela de Vidal titulada «Los chicos de las motitos», esta historia podría ser vista como una combinación de las dos películas previas de la realizadora cordobesa ya que, en su tono y temática, recupera las experiencias adolescentes e infantiles de ATLANTIDA con las ligadas a la adultez y la maternidad que exploró en JULIA Y EL ZORRO. Codirigida y guionada por la propia escritora de la novela, la película se centra en las experiencias de una chica adolescente que queda embarazada de su novio y tiene que atravesar esa complicada experiencia, lidiando principalmente con las dificultades que implica hacerse un aborto ilegal.

Pero esa descripción no sirve demasiado para entender el tono entre observacional, poético y por momentos melancólico que propone la película. El tema del embarazo es uno de los motores, lo mismo que una serie de robos y un alzamiento policial en Córdoba que tienen lugar en el mismo momento, pero el eje de las realizadoras pasa por capturar las experiencias y emociones de los protagonistas. Es que, además de Juliana y su novio Lautaro –un adolescente muy alejado de los clichés esperables de muchos relatos de este tipo–, LAS MOTITOS desviará su atención para ocuparse también de la joven madre de la chica, una mujer que atraviesa un especial momento en su vida y con la que Juliana tiene una relación con vaivenes, algo que también pasa con su más pequeña y «bailarina» hermana.

Si bien la película varias veces parece que va a tomar caminos dramáticos un tanto más «densos» en cuanto a su trama –el arranque, con unas peleas con chicos de barrio y agresivas competencias de rap promete algo así–, las directoras rápidamente desvían su atención hacia algo más calmo y, si se quiere, visualmente poético y descriptivo. Las tensiones están –la imposibilidad de pagar el aborto es un motor importante de la acción, entre otros–, pero LAS MOTITOS prefiere un tono que se me ocurre describir como más «asiático» en su propuesta audiovisual, eligiendo la observación, la mirada cálida y una profunda empatía con sus personajes. Una muy buena película.



UN CRIMEN COMUN, de Francisco Márquez. Ver crítica completa, acá.