Estrenos online: crítica de «Small Axe 2: Lovers Rock», de Steve McQueen (BBC/Amazon Prime)

Estrenos online: crítica de «Small Axe 2: Lovers Rock», de Steve McQueen (BBC/Amazon Prime)

La segunda película de la serie «Small Axe» retrata una fiesta de sábado a la noche de la comunidad afrocaribeña británica en 1980 capturando a la perfección la energía de una noche de música, baile y seducción.

Una de las mejores pero seguramente más difíciles formas de hacer «cine de época» es capturar su espíritu, transmitir al espectador la sensación de estar ahí, en ese momento, con esa gente, compartiendo sus vidas. No hay fórmulas para lograrlo. Usualmente se trata de alcanzar eso mediante lo que se llama «el arte» de la película –vestuario, maquillaje, diseño de producción, escenografía, etcétera– y si bien todos esos son elementos importantes para lograr esa suerte de «transportación» en el tiempo y el espacio no alcanzan por sí solos para lograrlo. Hace falta algo más. ¿Qué?

LOVERS ROCK, el segundo «episodio» de la serie de películas de Steve McQueen que lleva por título general SMALL AXE, es un ejemplo de cómo lograr que el espectador viaje hacia un lugar probablemente muy lejano a su experiencia y lo sienta cercano, íntimo, personal. Los elementos «de arte» están ahí, pero lo que logra el cometido es otra cosa. Uno podría seguir desmenuzando elementos para entenderlo pero seguiría sin capturarlo del todo. La fotografía, de Shabier Kirchner, es un elemento fundamental especialmente aquí, ya que la película consiste en capturar un momento y un lugar específicos, cuerpos en movimiento, rostros, miradas. Y el guión también lo hace ya que, al no narrar una historia de un modo tradicional, lo que logra es transformar la película en una experiencia, en una serie de sensaciones compartidas.

El film del director de HUNGER se plantea capturar una fiesta casera de la comunidad afrocaribeña británica (más precisamente londinense) en lo que parece ser, a juzgar por los looks y la selección musical, 1979 o 1980. Llamadas blues parties por más que el blues no fuera parte de la selección musical, estas fiestas se armaban porque buena parte de esa comunidad no se sentía demasiado bienvenida en las discotecas tradicionales del país. Y, por otro lado, para funcionar como punto de encuentro de amigos, de potenciales parejas y de gustos musicales. Todo esto conducido por los aquí llamados «Mercury Sound», un par de DJs («selectors») que funcionan como animadores constantes del evento tanto musical como verbalmente.

El término «Lovers rock» que da título al film habla de uno de los subgéneros que aquí se escuchan y que no tiene nada que ver con el rock. Una buena definición sería «reggae romántico», un subgénero que tuvo mucho peso a partir de mediados de los ’70 con artistas como Janet Kay, Junior English, Dennis Brown o Gregory Isaac, y que tendía a funcionar muy bien con las chicas. Ellos, en tanto, menos adeptos (al menos, públicamente) a expresar sus sentimientos preferían el roots reggae o distintos modos del dub, usualmente más politizados, religiosos (rastafaris) o directamente catárticos.

Esas experiencias están capturadas a la perfección en esta película que no llega a los 70 minutos de duración y que empieza con los preparativos para esa fiesta y termina a la madrugada siguiente. El asunto empieza por sacar los sillones y la alfombra, montar el soundsystem y preparar bebidas y comida para la gente; continúa con los preparativos y recorridos de distintas personas hacia el lugar en cuestión y luego da paso a la fiesta en sí. De a poco se delinean algunos personajes: Martha (Amarah-Jae St. Aubyn) es una chica de origen jamaiquino, de familia religiosa, que se escapa de la casa para ir a la fiesta junto a su amiga Patty (Shaniqua Okwok). Una vez allí aparecerán varios chicos interesados en bailar con ellas, pero el único que parece interesarle a Marta es Franklyn (Micheal Ward) al punto de dejar un tanto sola a Patty.

Habrá algunas situaciones que se irán jugando aquí –un primo de Martha llegará a la fiesta y se pondrá agresivo, una salida a la calle los enfrentará con el racismo imperante a la vuelta de la esquina y un tipo seductor y un tanto cargoso terminará metiéndose en una complicada situación con una chica que cumple años, en la única parte del guión que para mí sobra–, pero son apenas breves hilos que se terminan perdiendo en lo que finalmente es una expresión cinematográfica de energía, de cuerpos en movimiento, de miradas, de gente bailando, disfrutando, seduciendo y dejándose seducir. Una fiesta con todo lo que la caracteriza universalmente, pero con la especificidad de la comunidad que describe.

Dos escenas son particularmente notables aquí. La primera está ligada a la canción «Silly Games«, de Janet Kay, un éxito del género, que se extiende por más de diez minutos, arrancando por la gente bailando la canción en sí y luego con las chicas cantándola a capella y moviéndose mientras solo escuchamos el ruido que hacen sus pies en el piso de madera. La segunda, más sobre el final, es pura energía catártica masculina, una suerte de pogo de dub (King Tubby, The Revolutionaries y Lee «Scratch» Perry animan esas escenas con sus versiones) que se vuelve cada vez más intenso pero que diluye su aparente violencia en una suerte de experiencia casi religiosa que McQueen captura a la perfección, llevando al espectador a sentirse parte del momento.

Con la historia de Martha y Franklyn como mínimo marco narrativo, lo que LOVERS ROCK logra es generar esa sensación de la que hablaba al principio: transportar al que la ve en el tiempo, en el espacio y también en la memoria. Si bien la experiencia de una fiesta es muy específica a cada época y cultura, hay algo de la energía que se vibra en ésta que, sin traicionarla, la trasciende. Es cierto, también, que en esta época de pandemias y de restricciones, una fiesta como la que se muestra en la película resulta doblemente seductora: la cercanía de los cuerpos, el contacto humano, el placer del baile y las minucias de los «levantes» que se producen en este tipo de eventos hoy se han vuelto situaciones casi míticas, aparentemente imposibles y hasta recargadas de nostalgia. Y McQueen las captura y las devuelve a millones de personas a las que no les queda otra que mirarlas en la pantalla de una computadora o, a lo sumo, en una televisión. Que una experiencia comunal deba ser consumida en solitario es una de las tantas ironías de esta época.

Viniendo de McQueen, LOVERS ROCK es un logro también porque consigue evitar casi por completo los subrayados y la gravedad que suele acompañar a su cine, algo que aparece en menor medida en MANGROVE (en su primera parte, más descriptiva de la comunidad, antes de volverse «importante»), la anterior película de la serie SMALL AXE. Queda claro que se trata de un tipo talentosísimo que muchas veces pierde el rumbo por auto-imponerse grandes temas para su cine y tratarlos con excesiva seriedad. Se me ocurre que un caso potencialmente parecido en cuanto a la experiencia es la primera parte de CLIMAX, de Gaspar Noé, que mostraba su lado más creativo y libre. El problema de ese film es que, después de un rato de filmar gente bailando, Noé se aburría e insertaba su galería de incomprensibles crueldades. McQueen no lo hace (parece que lo hará pero se contiene) y lo que logra es que la película sea vista como una celebración de la música, del baile, del encuentro, de los cuerpos y de la experiencia de vivir y celebrar en comunidad. Muchas cosas que hoy se están extrañando.


Acá les dejo el link a la crítica de SMALL AXE 1: MANGROVE y a la playlist de toda la serie. La música de LOVERS ROCK arranca con la canción «Robin Hood», de Cry Tuff & The Originals y llega hasta «Have a Little Faith», de Nicky Thomas.