Berlinale 2021: crítica de «Taste», de Lê Bâo (Encounters)

Berlinale 2021: crítica de «Taste», de Lê Bâo (Encounters)

Premiado en la sección Encounters en el festival alemán, este exigente film vietnamita copia (¿o parodia?) películas de autores como Perdro Costa y Tsai Ming-liang pero crea un producto sin ningún tipo de personalidad propia.

Hay películas en las que uno marca ciertos límites, toma distancia. VJ (TASTE), acaso, sea una de ellas. Cualquier lector de este sitio sabrá que no tengo reparos ni problemas con el cine de autor más exigente, creativo y demandante. No me asustan ni me molestan los planos larguísimos (más bien suele sucederme lo contrario, me gustan) ni los films que otros considerarían pretenciosos o impenetrables. Pero sí hay cosas que me fastidian. Y esta película es una de ellas.

¿Se trata de un producto que se pasa de rosca aún dentro de los parámetros que antes establecí? No, para nada. Se puede decir que, al contrario, respeta bastante ciertos códigos del cine autoral más radical, prestigioso y festivalero de los últimos 25 años. ¿Cuál es entonces el problema? Fundamentalmente, que el film del vietnamita Lê Bâo funciona como una imitación, una adaptación sin mucha personalidad propia de estilos ya patentados por otros cineastas. En su caso se podría decir que es un mix entre Pedro Costa y Tsai Ming-liang. A tal punto los motivos formales y las referencias temáticas están «inspirados» en estos autores que por momentos uno tiene la sensación de que, secretamente, el director está haciendo una parodia y un poco burlándose de los críticos y programadores occidentales y de las trampas de este tipo en las que solemos caer.

Sin embargo, la película fue premiada por el jurado de la sección y ha recibido muy buenas críticas, con lo cual quizás sea yo uno de los pocos que tuvo esta sensación. Ya de entrada, con los planos de interiores oscuros con paredes grises y un halo de luz ingresando tenuemente uno sabe que está en territorio Pedro Costa. Súmenle a eso un protagonista africano (de Nigeria, en este caso) que ha inmigrado solo a un país que no conoce y el espectador está en una zona familiar, aunque con la diferencia que las calles que rodean su guarida es Ho Chi Minh City, también conocida como Saigón.

Bassley es un futbolista que juega en algún equipo de Vietnam. En algunos coreográficos y estilizados «ejercicios» lo vemos practicar junto a otros del equipo, todos ellos africanos también. Vive en un barrio muy pobre de la ciudad y su único contacto exterior son videollamadas que tiene con su hijo que se quedó en su país. Los dos, mientras se ven (no hablan, se habla muy poco en el film), comen idénticas sandías. Pero un día a Bassley lo echan del equipo en el que juega y debe recalar en un lugar en el que viven cuatro mujeres locales, solas.

El lugar, que tiene el aspecto de un loft para instalaciones artísticas o una casa para hacer una obra del off, parece diseñado en base a fotografías de los cuartos de las casas de las películas de Costa. Y allí Bassley, las mujeres y un cerdito empiezan a convivir casi sin hablar: preparan comidas, duermen, él las peina y las maquilla y vuelven a cocinar, preferentemente desnudos porque, bueno, porque sí. Y así hasta que nuestro semental nigeriano empieza a pagar el alquiler de la manera más previsible posible, mientras el resto de las mujeres miran. Ahora sí estamos en un terreno más cercano al del taiwanés Tsai Ming-liang, incluyendo la ternura y el cariño que se deja entrever entre tanto brutalismo.

Otro elemento importante que aparece aquí y allá, cada tanto, son soliloquios. Primero, de él. Luego, de algunas de las mujeres. Cada uno tiene algún trauma del pasado o de su país de origen. Personas que dejaron de ver y que dejan en evidencia porqué todos ellos atraviesan una suerte de depresión que los ha llevado a no poder hacer nada más que cocinar y coger 24 horas al día. Y ahí la parodia se refuerza porque las historias parecen copiadas de las del cine de Costa. Y una de ellas hasta hace mención emotiva a una letrina sucia que una mujer tiene adelante de sus ojos y que le recuerda a su hijo que hacía sus necesidades ahí. Sí, mejor no pregunten.

Todo esto está rodeado de innegables escenas bellas, composiciones muy cuidadas, una iluminación formalista muy efectiva y unas pocas escenas en el exterior, donde la película se vuelve más interesante, y en las que vemos el denso y pobrísimo barrio en el que las escenas se desarrollan. De todos modos, creo que la inherente belleza de los materiales también le juega en contra a TASTE, funcionando como una forma (distinta, moderna) del pobrismo, la pintoresca y delicada manera en la que se presenta la miseria del Tercer Mundo a los espectadores occidentales.

Películas como TASTE son, para mí, una trampa en la que los programadores y los críticos no deberíamos caer. Nos dejan en evidencia, nos vuelven previsibles, manejables a este tipo de trampas de cineastas que saben muy bien cuál es el producto que tienen que vender para «convocarnos». Quizás en el futuro el director vietnamita pruebe ser uno de los grandes talentos del cine contemporáneo. No lo niego. El talento para el clima, la composición y creación de universos sugerentes lo tiene. Seguramente, cuando las ideas que rodean a todo eso empiecen a ser propias y no robadas (y huecas) podamos decir que estamos ante un heredero de esa línea de cineastas que hacen un arte usando el más estilizado preciosismo para contar situaciones de perturbadora decadencia. Hoy uno ve copia, parodia, gesto vacío, ganas de «pertenecer». En apariencia, lo ha logrado. Ha hecho que la culpa de los que criticamos, programamos y premiamos funcione antes que el criterio.