Series: crítica de «Ozark: Temporada 4/Parte 2», de Bill Dubuque y Mark Williams (Netflix)

Series: crítica de «Ozark: Temporada 4/Parte 2», de Bill Dubuque y Mark Williams (Netflix)

La serie centrada en una familia que se dedica al lavado de dinero de narcotraficantes llega a su final con su típico combo de tensión, violencia y suspenso. Con Jason Bateman, Laura Linney y Julia Garner. Estreno del 29 de abril en Netflix.

Con la segunda parte de la cuarta temporada –el recurso comercial de dividir los finales en dos bloques llegó para quedarse– concluye una de las series más populares de Netflix, una que ha logrado aceitar muy bien su maquinaria narrativa y crear un permanente estado de suspenso y tensión aunque casi nada de lo que sucede allí tenga realmente mucho sentido. Hay que aplaudir, llegado el caso, al equipo creativo de OZARK por ser capaces de sacar conejos de la galera uno tras otro a lo largo de varios años y que uno termine satisfecho con la performance. Ver la serie es como ver a un mago que uno sabe que no es muy bueno pero que le pone tanta garra y entusiasmo al asunto que uno termina aplaudiéndolo igual mientras lo ve sacar una carta detrás de la oreja de un impresionado voluntario.

OZARK es como el VLC de las series: le tirás cualquier cosa y funciona. No se sabe bien cómo pero lo hace. Desde que empezó tuve la impresión que era la versión best seller de BREAKING BAD. La serie de Vince Gilligan era algo así como una novela de suspenso literaria y elegantemente escrita y OZARK es su versión accesible y pulp: más intensidad, más muerte, más crimen, en tapa blanda y por la mitad del precio. Como pasa con esas novelas de consumo, quizás terminen siendo más fáciles de leer, digamos, en un largo viaje de bus o de avión. O en una noche de insomnio.

Los siete episodios faltantes de OZARK siguen el mismo recorrido circular de la anterior (media) temporada. Fundamentalmente, ver a un grupo de gente que parece ir y venir entre Chicago, México y el propio Ozark como si esos tres lugares estuvieran a 20 minutos de distancia. Esa síntesis que hace la serie con su lógica espacio/temporal deja en claro su cometido: va directo al grano. No importa si una misma persona puede o no estar en tres ciudades alejadas entre sí con un par de horas de diferencia ni tampoco importa mucho como una cosa conecta con la otra ni tenemos muy en claro si los Byrde están allí hace un año o siete, lo que importa es ir al conflicto directamente. Pelearse con alguien, amenazar a alguien, matar a alguien, los tres modos de acción de la serie.

Pero es tan propulsivo todo que uno sigue de largo y cuando se dio cuenta se vio la temporada entera (le pasó a un amigo). Acá nadie pierde tiempo en explicar, analizar o tomar precauciones (siempre me sorprendió que hablen de lavado de dinero y de asesinatos por celular como si nada) y recién sobre el final se dicen, explican y comentan cosas que, de haberse dicho temporadas pasadas, nos evitábamos unos cuantos muertos, peleas y, bueno, temporadas. Son personajes que funcionan a acción y reacción, con un concepto de profundidad psicológica de la altura de una medida de whisky. Uno le moja la oreja al otro, el otro lo putea, uno lo mata, el hermano del otro se venga y así, sucesivamente, hasta que sea un milagro que alguien siga vivo en Arkansas y en los estados aledaños.

La (media) temporada anterior había empezado con un accidente de auto que sucedía en algún tiempo futuro. Y eso se retomará acá, ya verán de qué manera. Lo central al cierre del negocio OZARK pasa por la manera en la que la familia lidia con los distintos jugadores con los que se enfrenta en su intento de «salir limpios» del lavado del dinero narco. Hay una interna en el cartel (tío Omar Navarro, sobrino Javi Elizondro y Camila, la madre de este y hermana de aquel, encarnada por Verónica Falcón), la empresa farmacéutica que «ayuda» en la tarea se suma al conflicto y Ruth Langmore (Julia Garner), el nervio vivo de la serie, sigue en su lucha por vengarse y, a la vez, dejar de lado la vida criminal, por más contradictorio que eso parezca.

Ruth –cada vez más fanática del hip hop de los ’90 al punto de que en el primer episodio escucha casi entero «Illmatic», de Nas, en el auto y luego tiene un encuentro con Killer Mike, el rapero de Run the Jewels que se interpreta a sí mismo– pone las cosas en movimiento allí al tomar una decisión brutal e inconsulta que, como pasa siempre en la serie, obliga a los Byrde a correr en busca de soluciones. Esto es: nuevos caminos para el lavado, nuevos referentes, renegociar acuerdos y después ver qué se hace. Bah, es Marty (Jason Bateman) el que dice que sí y patea para adelante. Wendy (Laura Linney) mira torcido y por su cabeza ya pasaron mil formas de matar al que tiene enfrente.

Lo más interesante que tiene la última temporada como novedad es la presencia constante de Nathan (Richard Thomas), el padre de Wendy, que empieza a notar lo descontrolada que está su hija y pretende poner a sus nietos en contra de ella. El tipo es absolutamente impresentable –si no se dieron cuenta antes lo harán ahora–, pero al ver uno el estado ladymacbethiano de su hija hasta puede pensar que es una buena idea sacar a los chicos del medio. Y los chicos, claro, como tienen que darle gas al conflicto, siempre van a elegir la opción más combativa y problemática.

La delicada salud mental de Wendy es central a la temporada y uno de sus puntos más interesantes. Por primera vez la serie admite claramente que la mujer no está bien psicológicamente y expone de manera enervante su costado, digamos, medieval. Linney, claro, aprovecha los regalitos del guión y le tira al personaje el manual de la tragedia griega mientras que Jason Bateman –salvo por un curioso episodio promediando la temporada– sigue circunspecto y culposo tratando de tapar agujeros y arreglar los desastres que las intensas Wendy y Ruth arman a su alrededor.

En ese sentido, la mecánica de la serie es original: las principales agentes del caos son mujeres. Las dos citadas (más Darlene, Camila, la dueña de la farmacéutica y una reaparecida de temporadas anteriores) suelen ser intempestivas, brutales, buscan revancha, parecen desconocer la palabra negociación. No tengo claro si los creadores de la serie quieren que eso sea leído como «empoderamiento femenino» pero no importa mucho. Lo cierto es que tiene su gracia ver cómo los tipos parecen unos lelos tratando de arreglar el caos o muriendo en el intento.

El final es previsiblemente agridulce, quizás más agrio que dulce, en la manera en la que las cosas terminan desarrollándose. Como pasó con BREAKING BAD, es difícil manejar el cierre de una serie en la que uno se logra encariñar con personajes que tienen mucho de despreciables, y mi impresión es que lograron resolverlo más o menos bien, aunque imagino a muchos fans frustrados por una de las cosas que suceden allí. Dentro de una serie que no se caracteriza por su consistencia, al menos no se puede negar la lógica medio inevitable de ese cierre. Los personajes han roto tantos platos en su supuesta búsqueda del llamado «sueño americano» que alguien tendrá que pagarlos.