Clásicos online: crítica de «El aura», de Fabián Bielinsky (Netflix, Amazon Prime Video)

Clásicos online: crítica de «El aura», de Fabián Bielinsky (Netflix, Amazon Prime Video)

La segunda y última película del realizador de «Nueve reinas» cuenta la historia de un taxidermista obsesivo y epiléptico que se ve involucrado, sin quererlo, en un plan criminal en la Patagonia. Con Ricardo Darín, Dolores Fonzi y Nahuel Pérez Biscayart. En Netflix y Amazon Prime Video.

Epiléptico. Extremadamente callado. Resentido con la vida que le tocó. Cree ser más inteligente que los demás. Mal matrimonio. Egoísta. ¿Cobarde físico? Huraño. Concentrado. Triste». Estas definiciones acerca del protagonista de EL AURA, escritas por Fabián Bielinsky y rescatadas en el libro «El fulgor» publicado en 2016 por el BAFICI son bastante contundentes a la hora de describirlo. Al taxidermista y quizás, en algún momento, al director de la propia película. El segundo y lamentablemente último film de Bielinsky utiliza, como muchos otros pero de una manera aún más directa y cinematográficamente agresiva, la idea del alter ego. La película jamás se aleja del punto de vista del protagonista, cuyo nombre no conocemos y no figura en los créditos, por más que muchos se refieran a él, en notas, como «Espinosa». En muchas escenas está de espaldas o sin hablar, como si el director o un espectador hubieran atravesado mágicamente el límite entre la sala y la pantalla para ser testigos de lo que pasa desde adentro, en la película. Como el espectador, el protagonista la mayor parte del tiempo no sabe realmente qué está sucediendo. Adivina. Conjetura. Supone. Acierta y se equivoca. Confía, como los que vemos mucho cine policial, que sabe para donde irán las cosas, pero quizás no sea tan así. La realidad no es eso que uno se arma en la cabeza. La vida no es algo que se puede planificar hasta en sus más mínimos detalles.

EL AURA es una película sobre esa distancia, la que existe entre lo que creemos que sabemos (mucho) y lo que verdaderamente sabemos (poco), entre el mundo de las ideas y el de las cosas, entre las intenciones y los logros, entre la imaginación y la realidad. Una película sobre la masculinidad –o las diversas acepciones de ese término– y sobre lo que realmente significa ser algo así como un macho alfa. El protagonista vive en un mundo de silencios, de números, de obsesiones y de control. Taxidermista, se la pasa encerrado en su taller armando el mundo (disecando animales) a su medida, eligiendo el color de ojos, acomodando la piel y las formas a su gusto. En su taller, es Dios. Y cuando va a un banco e imagina un posible crimen, en su cabeza todo es perfecto. Las fichas caen como deben caer y las cosas salen como deben salir. El taxidermista es, en el fondo, un guionista. Y cuando se encuentra enfrentado con la realidad, con tener que salir a actuar, se transforma en un director. Las cosas ya no son como las pensaba. Los planes le cambian todo el tiempo. Otras personas tienen otras ideas acerca de cómo deben ser las cosas. No hay forma de controlar la realidad.

La segunda película de Bielinsky, en ese sentido, puede ser vista como la historia de un guionista que tuvo que salir a dirigir y se fue dando cuenta que las cosas no eran tan manejables como él suponía. En las historias que nos contamos a diario sobre nuestra existencia imaginamos que las cosas suceden como nosotros pretendemos, pero no es más que una ilusión de control. La vida real no es un animal disecado. Se mueve, se nos escapa de las manos, se deja llevar por otras fuerzas que se nos contraponen o que nos disputan la supremacía. En su juego de dobles, de mezcla entre sueño y realidad, donde no sabemos si lo que vemos sucede o no, Bielinsky narra ese choque. Es un film sobre la diferencia entre quiénes creemos ser y quiénes somos. Y sobre qué es lo que hacemos con eso.

Ricardo Darín, como dice el primer párrafo con anotaciones de Bielinsky, habla poquísimo en la película. Conté dos secuencias (una de diez minutos y otra de veinte) en la que salvo por algunos gritos a un perro-lobo de impactante presencia, nadie habla en el film. El tipo ha llegado a un impreciso lugar de la Patagonia llevado por un amigo (Alejandro Awada, en un personaje no casualmente llamado Sontag) con la idea de cazar ciervos. Es un desafío duro para el protagonista, ya que allí la realidad empieza a entrometerse. Los animales están vivos y se mueven. No llegan muertos a su taller: uno tiene que matarlos de un tiro. Y Darín es, como algunos de los protagonistas de DELIVERANCE (LA VIOLENCIA ESTA EN NOSOTROS), un tipo citadino que no tiene «lo salvaje» en las venas. Ante la presencia de un animal vivo y cercano, le tiembla el pulso y se desmaya.

Hay un test de hombría –tema que recorre la película de principio a fin de una manera inteligente–, que él siente que tiene que superar. Su mujer lo dejó, en apariencia, porque él no salía de su taller y prefería subir el volumen de la música antes que escucharla. Y quizás se culpa por eso. Pero a la vez se revela que Sontag, el que no tiene miedo en el bosque y un poco lo trata de cagón, era violento con su propia esposa. Y no es el único a lo largo de la película. En su cabeza, el viaje al sur podría terminar convirtiéndose en algo así como en la revancha del nerd, en la prueba de que ese tipo timorato y «mal hecho» puede superar a esos machos alfa que «se las saben todas». Y quizás eso sea lo que termine pasando, aunque no sabemos si en la realidad o en su imaginación.

Ese pasaje entre lo real y lo fantástico está abierto a lo largo del film. Va desde la manera en la que está contado cronológicamente (empieza un «miércoles» con él en el taller y termina un «miércoles» con él en el mismo taller, miércoles que aparenta ser el siguiente pero podría ser el mismo), el modo en el que con trucos de montaje Bielinsky elide transiciones (sin que Darín jamás se mueva, el tipo pasa del aeropuerto al avión y luego a un auto que se mete en un oscuro bosque patagónico) y, especialmente, en los ataques epilépticos que tiene y que lo «anulan» durante una indeterminada cantidad de tiempo, ataques que curiosamente siempre suceden cuando no hay nadie presente. Antes de una convulsión, muchas personas tienen una suerte de aviso, un breve «aura» que les permite anticipar que eso sucederá. En muchos casos, ya no hay forma de evitarlo. Son unos segundos que preceden al desmayo, al ataque, durante los cuales la realidad se deforma, se deconstruye. Quizás lo que vemos durante los 128 minutos que dura EL AURA pasen allí.

En el sur el taxidermista que quizás se llame Espinosa mata por error a un hombre –desafiado a actuar, el tipo le tira a un ciervo y mata a un tipo– y se convierte en Dietrich, que era el nombre del muerto. Revisa el cadáver, lo esconde y empieza a seguir algunas pistas acerca de quién es este tipo y qué es lo que tiene entre manos. Resumiendo –pueden ver todos los detalles en la película–, el protagonista descubre que Dietrich está pensando robar el camión blindado que recauda lo que se juntó en un casino que tendrá su último fin de semana antes de cerrar definitivamente. Se esperan 2,5 millones de pesos (sí, los mismos pesos que ahora pero con 20 años menos de inflación; calculen que serían 1.600 millones de pesos a enero de 2024, algo así como 1,3 millones de dólares) y, leyendo los papeles y las cosas que encuentra en la cabaña del hombre, «Darín» se da cuenta que se ha topado con un golpe aún mayor que los que imaginaba en su soledad porteña. Y decide «convertirse» en Dietrich. Hay un problema, sin embargo. El no es Dietrich, no tiene todos los detalles y, como aquel personaje de LOS SOSPECHOSOS DE SIEMPRE, tiene que armarlo en su cabeza. Suponer cómo las cosas encajan entre sí. Dice tener la mente adecuada para hacerlo –una memoria privilegiada, digamos–, pero ¿será suficiente?

Entre ese hecho y el acto criminal en sí pasarán cosas. Diana (Dolores Fonzi), la chica que atiende las convenientemente vacías cabañas en las que el protagonista para, espera a su marido que no vuelve. No tardamos en darnos cuenta que ese hombre es Dietrich. Y da la impresión que Julio (Nahuel Pérez Biscayart), hermano de Diana, sabe algo que ella no, sospecha que algo raro sucede. El que más sabe, claramente, es el perro, que huele al protagonista y entiende todo. En el lugar se aparecen Sosa (Pablo Cedrón) y Montero (Walter Reyno), los dos asociados a Dietrich que vienen a colaborar con el atraco. Como no lo conocen personalmente al tipo, durante un rato el taxidermista se hace pasar por él, pero es evidente para ellos la incongruencia entre ambos y pronto inventa una mentira para justificar haber tomado su lugar. Es su conocimiento de la mecánica del asalto, que espió en la cabaña y estructuró en su mente, la que los convence. Este «pelmazo» timorato no será Dietrich, pero sabe qué hacer y cómo. Y si bien Sosa duda, Montero quiere seguir. Todos tienen deudas que saldar (la película se hizo en 2004, saquen sus conclusiones) y algo que hay que hacer para resolver ese problema.

A diferencia de varios relatos centrados en personas de ideas que pasan a la acción –guionistas vueltos directores–, los hechos de EL AURA no liberan necesariamente en el protagonista a ese reprimido héroe esperando salir a la luz. El primer gran desafío criminal con el que se topa –tiene que encontrar a un tal Vega en una fábrica y al llegar se da cuenta que justo hay un violento asalto allí– lo muestra impasivo, como testigo de lo que pasa, como si fuera uno más de la platea mirando desarrollarse un crimen violento. No actúa (curiosamente, tampoco nadie parece verlo), pero sigue los movimientos hasta dar con el tal Vega, que tiene una llave que necesita. Es una secuencia magnífica de restricción cinematográfica. Como guionista que es (Bielinsky, pero también el personaje en su modo de vida), el tipo ve la situación de lejos y no actúa. Las cosas se dan de tal manera que termina siendo conveniente para él. O al menos eso supone.

La segunda gran secuencia de acción ya no será la imaginada por un guionista, sino la de un director. SPOILER ALERT. El taxidermista advierte un error clave en su lectura de los planes criminales de Dietrich y la realidad empieza a escapársele de las manos. Primero, sufre otro ataque que le impide hacer un llamado clave, «controlar» la situación. Y luego, al llegar, ya es tarde. Hay disparos, muertos, sangre. El mundo de las ideas se quebró y ahora hay que actuar en el mundo real: corriendo, con armas, sangre, policías, criminales y disparos. Algo para lo que el tipo, claramente, no está preparado. ¿Podrá de todos modos resolver el entuerto a base de ingenio, imaginación y un toque de fantasía?

EL AURA es una película fascinante por dónde se la mire. La sequedad de los diálogos, las actuaciones sin un miligramo de impostación, el tono oscuro y grave, la forma en la que el espacio físico se deforma para transformarse en algo propio de una pesadilla o una alucinación, la manera en la que el guión abre puertas y duplica figuras de una forma modélica –por momentos al borde de lo académico, pero sin cruzar nunca el límite– y las referencias a los clásicos del film noir, del policial norteamericano de los ’70 y hasta del género en su versión más francesa y, si se quiere, existencialista, se suman para dar la sensación de estar ante una obra completa, una película que es una summa de obsesiones, miedos y desafíos formales.

En algún punto, más allá del elaborado guión con su «conveniente» serie de casualidades –habilitadas por la forma y por los difusos límites entre la realidad y la fantasía–, EL AURA es un triunfo de la puesta en escena, es la masterclass de un cineasta en casi total control, en su segundo largo como director, de todos los elementos que componen un relato cinematográfico. El asalto a la fábrica contado desde afuera –que recuerda a LA CONVERSACION, otro clásico de los ’70 en el que la diferencia entre lo que sucede y lo que cree el obsesivo y distante protagonista también es central–, la manera en la que el protagonista «visualiza» en su cabeza las escenas de suspenso o acción antes de que pasen –poniendo así en juego no solo las diferencias entre la fantasía y la realidad, sino entre quién es él en una u otra circunstancia– y el modo en el que se da cuenta que no conoce tan bien como cree ese plan criminal que se le desarma entre manos, van estructurando formalmente algo que, en el fondo, es una película de tesis. Quizás, lo que vio «el protagonista» del principio al fin no haya sido otra cosa que una película que se gestó en su cabeza mientras estaba desmayado junto a un cajero automático. Quizás, no. Y los ojos del perro que mira al espectador sean la prueba de que algo ha cambiado.

En una entrevista a Página/12, el propio Bielinsky decía que EL AURA era una película acerca «del salto de no hacer a hacer, de desear a concretar, de ser un tipo honesto a ser un delincuente. Lo que le pasa a este tipo es que tiene una fantasía de control, cree que la cabeza domina al mundo, que la inteligencia determina la sucesión de las cosas”. Y a lo largo de la película, lo que termina sucediendo, es que el protagonista «aprende que su mente no domina la experiencia» y que la posibilidad de ejercer algún tipo de control sobre el mundo es ilusoria. La propia realidad lo probaría poco después, con la súbita y dolorosa muerte de Bielinsky, privándonos a todos de tener más películas suyas. Como el taxidermista, tendremos que soñarlas, con todos sus detalles, vericuetos, sutilezas y oscuridades. Y serán perfectas porque existirán solo en nuestra imaginación.