Especial «Twin Peaks», de David Lynch (MUBI)

Especial «Twin Peaks», de David Lynch (MUBI)

Un dossier con varias notas sobre las distintas temporadas de la serie creada por David Lynch y Mark Frost que se reestrena en su totalidad en MUBI el 13 de junio.

Esta entrega recopila varias cosas que escribí a lo largo del tiempo sobre las distintas temporadas de la serie de David Lynch que estarán disponibles en su totalidad desde el 13 de junio en MUBI. Abajo tienen info sobre lo que se verá en MUBI, luego cuatro enlaces a distintos textos que escribí sobre la sorprendente tercera temporada y más abajo una nota que escribí sobre el proyecto TWIN PEAKS en general.

Primero, un obituario que escribí sobre el cineasta que falleció en enero del 2025. Abajo, la información de los estrenos de MUBI y los textos sobre la serie.

-ESTRENOS DE MUBI:

TWIN PEAKS – 13 de junio

TWIN PEAKS: A LIMITED EVENT SERIES – 13 de junio

TWIN PEAKS: THE MISSING PIECES ​ – 18 de junio

SOBRE LA TEMPORADA 3:

Primera entrega

Episodio 8

Segunda Entrega

Final

SOBRE LA SERIE COMPLETA:

Hay algo que no se agota en Twin Peaks, que no se entrega del todo al espectador ni al paso del tiempo. Por eso vuelve, una y otra vez, modificada, alterando su propia esencia. No se trata simplemente de una serie que revolucionó la televisión, ni de un objeto de culto, ni siquiera de una anomalía prestigiosa en el corazón del mainstream. Lo que vuelve con Twin Peaks —en cada reestreno, en cada generación que se aproxima por primera vez a sus imágenes— es un impulso que sigue siendo difícil de nombrar: la intención, deliberada o no, de crear un espacio audiovisual que funcione por fuera de las coordenadas del sentido narrativo clásico, que opere como un territorio sensible e hipnótico donde el tiempo, el deseo y el lenguaje se repliegan sobre sí mismos hasta alcanzar zonas donde la identidad se disuelve.

En ese sentido, Twin Peaks no es una serie sobre un crimen ni sobre un agente del FBI que investiga la muerte de una joven. Es una puesta en escena del Mal como fuerza desbordante, como energía que excede cualquier representación. Y es también una indagación sobre el propio acto de mirar: ¿qué vemos cuando vemos una imagen? ¿A qué fantasmas invocamos cuando miramos una pantalla?

Desde sus primeros episodios, Twin Peaks dejó en claro que no iba a acomodarse a las reglas de la televisión serializada, incluso cuando aparentaba seguirlas. Las escenas no avanzaban hacia un clímax, sino que se alargaban, se detenían, se desviaban. El suspenso se volvía una especie de trance. El humor convivía con el horror. La lógica era la del sueño, pero no como metáfora sino como gramática. No es casual que David Lynch haya trabajado durante años con la técnica de la meditación trascendental: en Twin Peaks, más que en cualquier otra obra suya, se percibe una voluntad de abrir la conciencia hacia formas de percepción no racionales.

Esta dimensión psíquica de la serie no se limita a lo temático. Está en el montaje, en el ritmo, en el sonido. Las escenas más recordadas de Twin Peaks no tienen peso narrativo en el sentido tradicional: son momentos de suspensión donde la imagen se vuelve casi táctil, pura vibración. David Lynch no quiere que entendamos lo que ocurre: quiere que lo sintamos en alguna zona entre el cuerpo y el inconsciente.

Por eso Twin Peaks funciona mejor cuando se la piensa no como un relato cerrado, sino como una experiencia. Hay algo en ella que remite más a la instalación artística o a la performance que a lo estrictamente narrativo. No importa tanto qué le pasó a Laura Palmer como lo que significa que Laura Palmer esté muerta. O más aún: lo que significa que Laura Palmer nunca muera del todo. Porque si hay una imagen que define a Twin Peaks, no es la del cadáver envuelto en plástico, sino la del rostro de Laura flotando en un vacío negro, repitiéndose una y otra vez como una aparición, como un espectro que se niega a desaparecer.

Esa figura del doble, del eco, de lo que retorna en forma distorsionada, es central en la obra de David Lynch y en Twin Peaks en particular. Todo está duplicado: Cooper y su doppelgänger, el mundo de los vivos y el de los espíritus, la superficie amable del pueblo y su reverso oscuro. Pero estos dobles no remiten a un juego de opuestos que pueda resolverse fácilmente. No hay síntesis ni revelación final. Lo que hay es desvío, desestabilización, fisura. Incluso la idea de “trama” se vuelve un señuelo. Lo importante no es lo qué pasa, sino cómo pasa.

En este sentido, la tercera temporada —Twin Peaks: The Return— radicaliza todas las intuiciones de la serie original. No se trata ya de una continuación, sino de una especie de reconfiguración total del dispositivo. Durante casi veinte episodios, Lynch desarma no solo la serie que él mismo creó, sino las expectativas de cualquier espectador entrenado en el consumo narrativo contemporáneo. Las escenas se repiten con variaciones mínimas, los personajes entran y salen sin explicación, los tiempos se dilatan hasta lo insoportable. El agente Cooper atraviesa una experiencia que parece más una reencarnación fallida que un viaje heroico. La televisión, tal como la conocemos, implosiona.

En uno de los episodios más célebres —el número ocho— asistimos a una secuencia de más de veinte minutos que representa la explosión de la bomba atómica en Nuevo México, seguida por una abstracción sonora y visual que bordea el cine experimental. No hay diálogo, no hay personajes, no hay progresión. Hay, aí, una experiencia sensorial que roza lo sublime, una meditación sobre el origen del mal que parece filmada desde fuera del tiempo. Esa escena, quizás más que ninguna otra, condensa la propuesta última de Twin Peaks: llevar la televisión a un umbral donde ya no se parezca a nada, donde ya no sea reconocible como “televisión”.

Y, sin embargo, Twin Peaks sigue siendo profundamente televisiva. No por su formato ni por su lenguaje, sino por su manera de habitar el tiempo. A diferencia del cine —que se piensa como totalidad—, la serie se piensa como espera, como recurrencia, como ritual. Cada episodio funciona como una sesión de hipnosis. Volvemos al mismo lugar, pero algo está desplazado. Es la lógica del bucle, de la cinta magnética, del regreso eterno con una mínima diferencia.

Esa persistencia del deseo sin objeto es lo que vuelve a Twin Peaks tan poderosa incluso hoy, cuando las formas del relato audiovisual se han sofisticado hasta la saturación. Frente al cinismo cool de las series actuales, frente al algoritmo que predice los gustos del espectador y le entrega historias cerradas sobre sí mismas, Twin Peaks aparece como un gesto irreductible: no busca complacer, no busca explicar, no busca cerrar nada. Su potencia está en lo que desajusta. Por eso, más que una serie “de culto”, Twin Peaks es un acontecimiento, una perturbación. Una fisura que no se puede tapar ni eliminar. Solo se puede mirar de reojo y dejar que actúe. Como un sueño que no recordamos del todo pero nos deja un resto en el cuerpo, un temblor, un malestar.

Volver a ver Twin Peaks en su reestreno no es un acto nostálgico. Es una oportunidad de reabrir esa llaga, de volver a sentir incomodidad ante una obra que se rehúsa a darnos respuestas. Porque lo que ofrece Twin Peaks no es un sentido, sino una experiencia. Una forma de mirar que no tranquiliza, que no cierra, que no explica. Y que, por eso mismo, cada vez que la vemos nos transforma.