Festival de Venecia: «La memoria del agua» y «Boi Neon»
A la distancia, y gracias en parte al muy buen funcionamiento de la Sala Web del Festival de Venecia –que permite ver muy poco después de su estreno festivalero varias películas online– iré reseñando algunos títulos que se están viendo en el evento italiano que este año tiene una importante participación latinoamericana. Los que quieran […]
A la distancia, y gracias en parte al muy buen funcionamiento de la Sala Web del Festival de Venecia –que permite ver muy poco después de su estreno festivalero varias películas online– iré reseñando algunos títulos que se están viendo en el evento italiano que este año tiene una importante participación latinoamericana. Los que quieran leer sobre EL CLAN, de Pablo Trapero, tienen aquí el link, mientras que acá abajo están las críticas de otras dos películas latinoamericanas en secciones paralelas: LA MEMORIA DEL AGUA, del chileno Matías Bize (coproducción con Argentina, vista en el marco del SANFIC, donde tuvo su estreno mundial) que se presenta en Venice Days, y BOI NEON (o «Buey de Neón»), del brasileño Gabriel Mascaro, que va en la sección Orizzonti.
Aquí, entonces, el comienzo de un recorrido (que será breve, por la cantidad de películas que alcanzaré a ver) por el Festival de Venecia.
LA MEMORIA DEL AGUA, de Matías Bize (Chile/Argentina.
Como en la mayoría de sus filmes, el director chileno de EN LA CAMA y LA VIDA DE LOS PECES tiende a centrarse en complicadas relaciones de pareja. En este caso, el dúo que atraviesa una situación conflictiva lo integran Benjamín Vicuña y la actriz española Elena Anaya (LA PIEL QUE HABITO) quienes interpretan a una pareja que se está separando un tiempo indeterminado después de la muerte de su pequeño hijo de cuatro años, ahogado en la pileta de su casa. El es un arquitecto y ella una traductora, y ambos sufren las consecuencias psicológicas de la pérdida, pero mientras él quiere sostener la pareja es ella la que desea alejarse de él y, de hecho, empieza a tener una relación con un ex.
La película seguirá el derrotero emocional de ambos. El, a quien ella acusa de ser incapaz de llorar la pérdida, ocupa su tiempo en construir una casa veraniega para una pareja amiga y en apariencia feliz. Ella, en tanto, debe enfrentar situaciones en su trabajo que le impiden despegarse de lo que le sucedió. En la mejor escena actoral del filme (aunque un tanto forzada desde el guión), Anaya se ve enfrentada a traducir a un médico que habla de lo que sucede en el cuerpo de una persona cuando se ahoga, mientras trata de contener las lágrimas y de que no se le quiebre la voz.
Todo esto es preludio para un reencuentro en el que saldrán a la luz detalles de la relación y de lo que sucedió con el niño, al que jamás vemos. Pero lo que más le importa a Bize no es resolver ningún misterio ni echar culpas ni hacer juicios sino seguir de cerca la evolución emocional de los personajes, cómo elaboran su dolor (la contradicción entre intentar volver a tener una cierta normalidad en sus vidas mezclada con la culpa por lo que sucedió y por seguir vivos). Si bien, como en la escena de la traducción, hay algunos apuntes narrativos un tanto forzados y escenas supuestamente poéticas que bordean el realismo mágico, LA MEMORIA DEL AGUA se sostiene gracias a la complejidad de los personajes, que no son tan lineales y previsibles como suele suceder en este tipo de dramas, y a los dos extraordinarios actores que los interpretan.
Para los que están al tanto de ciertos hechos de la vida real (la hija de Vicuña y Carolina «Pampita» Ardohain murió, en 2012, a los seis años) la película probará ser un tanto más ardua de digerir desde lo emocional ya que resultará difícil separar al popular actor del personaje. Pero no se trata de una elección de casting, digamos, morbosa, ya que fue el propio actor quien quiso hacer la película, acaso por motivos personales que no corresponde analizar aquí. Lo cierto es que es inevitable pensar en eso al ver LA MEMORIA DEL AGUA, lo que vuelve a la película más verdadera, emocionalmente, y más incómoda a la vez.
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BOI NEON, de Gabriel Mascaro (Basil/Uruguay/Holanda)
El realizador brasileño que se hizo conocido, primero, con el extraordinario documental DOMESTICAS y luego compitió el año pasado en Locarno con VIENTOS DE AGOSTO presenta apenas un año después su nueva película, una que parece combinar los intereses, las temáticas y las formas visuales de ambos filmes. BUEY DE NEON –tal sería la traducción literal– es una película que se centra en un grupo de personas que trabaja en las llamadas vaquejadas, shows rurales similares a los rodeos norteamericanos.
El protagonista es Iremar (Juliano Cazarré), quien se ocupa de cuidar y preparar a toros y caballos viajando con esta suerte de troupe de pueblo en pueblo nordestino. Junto a él está su algo torpe colega Zé, Galega (Maeve Jinkings) –una mujer que hace además de conducir el camión hace un particular show nocturno de baile que parece sacado de una película de David Lynch–, y la hija de ella, Cacá (Aline Santana), que está pasando por una complicada transición hacia la adolescencia.
Pero la particularidad de Iremar –y, de alguna manera, de todo el filme– es que, en ese medio ambiente rudo y de campo, él se apasiona por la costura de ropa femenina y tiene un interés por la moda, el cuidado de la piel y el perfume bastante inusuales entre los que hacen su tipo de trabajo. Y no se trata –o al menos no de manera evidente– de un tema de preferencias sexuales. Iremar, de algún modo, es un representante de esta especie de transición social y económica que se vive en la zona, que va pasando de ser campesina a urbanizada y en el que el furor de la industria textil (hay un shopping de moda enorme en las cercanías) se hace sentir en los comportamientos de sus miembros más jóvenes.
La influencia de ese combo entre realismo sucio y cierta sofisticación se mantiene en la estética de la película, que pasa de escenas de cotidianeidad entre los protagonistas (sus peleas, discusiones, bailes, pequeñas aventurillas y accidentes) a otras, si se quiere más líricas, en las que Mascaro vuelve a apostar por cierta elegancia visual para la puesta en escena que ya se manifestó en VIENTOS DE AGOSTO y que bordea por momentos con el preciosismo. Es así que la película pasa de una situación casi de documental sobre la vida en un rodeo con ciertas reminiscencias al cine de la dupla suiza Tizza Covi/Rainer Frimmel (los de LA PIVELLINA) a otras escenas casi líricas (y en algunos casos de cuidado erotismo) entre hombres y mujeres, pero también entre hombres y animales.
Así, la fotografía del mexicano Diego García (el mismo DF de la última película de Apichatpong Weerasethakul) fluctúa entre la captura más naturalista de las escenas del trabajo a la elegancia extrañada de ese raro baile de Galega, el mimoso cuidado de los caballos o una larga escena sexual cerca del final de la película. Son todos estos planos de innegable belleza pero que por momentos llaman demasiado la atención sobre sí mismos. A lo que apuesta, finalmente, Mascaro, es a mostrar esas transformaciones sociales desde la misma estética de la película, y aún desde los cuerpos de los protagonistas, enfrentando a los más veteranos como el obeso Zé a los que intentan estar «a la moda» más allá de las circunstancias específicas de su trabajo.
Si bien la película no tiene un eje narrativo claro y es más una descripción del día a día de este grupo de personas en transición, el que termina apareciendo como el personaje más interesante de todos es la pequeña Cacá, cuya irritabilidad respecto al comportamiento de los mayores (y viceversa, de los adultos para con ella), su fastidio por la ausencia de un padre al que no conoce y su incipiente y confusa sexualidad, la convierten en una observadora crítica del mundo que la rodea y que cambia permanentemente a su alrededor.