San Sebastián 2018: crítica de «Manta Ray», de Phuttiphong Aroonpheng (Zabaltegi)

San Sebastián 2018: crítica de «Manta Ray», de Phuttiphong Aroonpheng (Zabaltegi)

por - cine, Críticas, Festivales
13 Sep, 2018 12:26 | Sin comentarios

Ganadora de la sección Orizzonti del Festival de Venecia, esta opera prima del realizador tailandés se centra, de manera poética y bordeando lo fantástico, en las dificultades para sobrevivir de la perseguida comunidad «rohingya» de Myanmar.

Tal vez, a la hora de hablar del cine tailandés, no se hable lo suficiente del sonido de sus películas. No solamente del trabajo específico en la captura ni la banda sonora ni la música. Da la impresión que el sonido ambiente (o lo que eligen presentar como tal) tiene una cualidad muy particular, similar a cierta luz que hay en las películas japonesas u otros detalles que ya forman parte del imaginario casi inconsciente de un espectador cuando se acerca a películas de ciertos países.

No se trata de una ley universal ni mucho menos: es un cine que ha elegido representarse desde el silencio, el murmullo, el tono bajo para hablar, los espacios abiertos y selváticos transmitiendo casi siempre la sensación de que Tailandia está a mitad de camino entre pertenecer a la Tierra o a algún planeta bastante silencioso, muy misterioso y no reconocido del espacio exterior. En MANTA RAY es el sonido y las imágenes las que atrapan para lo que aparenta ser una simple historia, pero que de a poco –especialmente en su última parte– toma ribetes casi fantásticos.

Al ver la película lo que seguramente más les llamará la atención no será el sonido sino las imágenes, pero creo que la originalidad de la película de Phuttiphong Aroonpheng no pasa por ahí. De hecho, en la apabullante belleza de esos paisajes hay algún tipo de regodeo que bordea el preciosismo de la pobreza, esa manera que tienen muchos cineastas de países del Tercer Mundo de forzar poesía donde hay miseria. Aroonpheng no llega a hacer eso porque sus elecciones son más bien fuera de lo común. Un plano puede parecer puramente bonito en su composición pero seguido a él hay varios que sorprenden por lo extraños, sugerentes e inusuales que son. Y, en ese procedimiento, el sonido aporta al clima.

MANTA RAY es la historia de una curiosa amistad. Un pescador tailandés, caminando por un bosque, encuentra herido y al borde de la muerte a un hombre. Lo rescata, ayuda a curar sus heridas y le da casa, comida y hasta un nombre. Es que el hombre en cuestión no habla (o no quiere hablar) y no se sabe nada de su pasado. Uno intuye (por su aspecto, étnicamente distinto al de los locales) y por la frase ««For the Rohingyas» que abre la película, que el ahora llamado Thongchai (en homenaje a una estrella pop tailandesa así llamada) es un sobreviviente de esta minoría perseguida, marginada y echada de Myanmar (ex-Birmania). Más adelante se revelará un poco más sobre este asunto, pero no demasiado.

La película se divide en dos mitades bastante diferenciadas. En la primera, el pescador (al que nadie llama por su nombre nunca) cura, ayuda y empieza a establecer una muda relación de amistad con Thongchai, a quien le cuenta su doloroso pasado romántico con una mujer que lo abandonó por otro. La relación parece bordear cierto enamoramiento, especialmente a partir de una serie de escenas en los que Aroonpheng los filma en íntimos y persuasivos planos subjetivos, uno casi en pleno éxtasis musical. Pero promediando el relato pasará algo que no conviene adelantar y allí la película pega el primero de sus giros narrativos.

Difícil adentrarse en lo que sigue después sin revelar secretos. Si bien no es un filme en el que la lógica convencional tenga demasiado sentido (es más parecido, si se quiere, a la idea de fantasmas y almas circulantes del cine de Apichatpong Weerasethakul), MANTA RAY empieza a tener ecos de películas que bordean lo fantástico, en algunos casos usando figuras visuales claramente hitcockianas pero en una atmósfera de ensoñación, entre lo pesadillesco y lo mágico, como si la película misma estuviera consumiendo drogas alucinógenas (y siendo afectada por ellas) mientras avanza. Para su última parte ya entraremos en un terreno tal en el que conviene entregarse a los dioses tailandeses de la lógica y asumir que, en un punto, estamos viendo una película de fantasmas, donde nada es lo que parece ser pero, en lo profundo, sí lo es. Los espíritus de esos miles de rohingyas masacrados siguen circulando, más allá de la materialidad de sus cuerpos.

Es que más allá de sus extrañas vueltas de tuerca narrativas, MANTA RAY intenta ser un acercamiento humano y sensible a esta comunidad marginada y sufrida que no encuentra un lugar en el mundo. En ciertas culturas de la cercana Polinesia, las mantarrayas son consideradas espíritus guardianes y se las relaciona con ideas tales como el entendimiento y la aceptación del otro. De ese tipo de trascendencia habla esta opera prima tailandesa, de la posibilidad de transformarse a partir de la compasión con el sufrimiento ajeno y, al menos en los sueños, reencarnar en una criatura que vive bajo la superficie de las miserias humanas.