Streaming: crítica de “La balada de Buster Scruggs”, de Joel y Ethan Coen (Netflix)

Streaming: crítica de “La balada de Buster Scruggs”, de Joel y Ethan Coen (Netflix)

Una antología de seis episodios con cuentos del Oeste norteamericano, esta película de los directores de “Fargo” comienza como un simpático aunque cruel entretenimiento y se va volviendo una cada vez más densa y misteriosa reflexión sobre la fragilidad de la vida.

Uno podría titular una nota sobre LA BALADA DE BUSTER SCRUGGS como “ un largo viaje del día hacia la noche”. Cada episodio de esta antología de historias del Oeste es más oscuro y tenebroso que el anterior, más angustiante y severo. Y lo que empieza, casi, como una típica comedia tonta y burlona de los hermanos Coen se vuelve, un rato después, una densa reflexión existencial sobre la muerte.

En cierto modo, sí, son la versión western de RELATOS SALVAJES, película que también gira cada vez más hacia la oscuridad aunque nunca abandona del todo la comedia, cada vez más negra. Tuve esa sensación, específicamente, en una pelea por oro que tiene lugar en el cuarto episodio, el protagonizado aquí por Tom Waits, con reminiscencias a ese en el que actúa Leonardo Sbaraglia en la película de Damián Szifron. No es lo único que une a ambos filmes: la mirada bastante cruel y misantrópica sobre los personajes son parecidas y la sensación, ante cada situación, de que la violencia escalará siempre un poco más de lo previsible. Pero las diferencias son claras también y van más allá de la innegable belleza de las imágenes y la imposible elegancia literaria de los diálogos, sino que están en que estos “relatos salvajes” terminan llevando al espectador a un lugar mucho más perturbador y angustiante.

En los dos primeros cortos imaginé estar ante otro juego de crueldad contra marionetas típico de los hermanos. Dos similares viñetas, muy bien realizadas (especialmente la primera, cuya musicalidad y ritmo son casi de dibujo animado) en las que les suceden un montón de eventos desafortunados a los protagonistas, quienes creen que pueden llevarse al mundo por delante y se dan cuenta que no es así. Tim Blake Nelson como el Buster del título y el ladrón de bancos que encarna James Franco en el segundo son la clase de simpática pero finalmente fastidiosa travesura de dos cineastas que parecen adolescentes que se entretienen torturando muñequitos. Que lo hacen de manera muy efectiva, no hay duda. Pero difícil no pensar en otra cosa que en “ya están grandes para estas tonterías”.

En el tercero aparece la gravedad y la oscuridad a pleno, solo que lo hace —curiosamente, ya que es algo que los Coen manejan habitualmente muy bien— en un episodio que no se luce por su narración, algo reiterativa en su primera parte. Sobre el final, esta historia de un actor sin brazos ni piernas y el hombre que lo lleva y trae (y junta dinero con sus shows) se torna desesperante y se vuelve una reflexión sobre el fin de cierta cultura clásica enfrentada a “fenómenos” populares que los superan en éxito.

En la segunda mitad todo fluye a la perfección. El cuarto episodio tiene a Tom Waits buscando oro y cantando (sí, Waits canturrea aquí) en una historia que, previsiblemente, se tuerce sobre el final cuando aparece el oro en cuestión y, con él, los problemas ligados a la codicia. Da la impresión de que el western le sienta muy bien a los Coen porque el grado de egoísmo de los personajes y lo crueles que pueden ser unos con otros resulta más creíble y menos forzado en ese escenario y ante esas situaciones límites que en otras más actuales. El “vale todo” o “sálvese quien pueda” de muchos de sus films se adapta muy bien a relatos del siglo XIX. Además, es admirable que sigan jugando con el género en su forma más clásica, sin adaptarlo a las correcciones políticas de ocasión.

El quinto episodio debía haber sido una película única y separada. No solo es el más largo y complejo en término de variedad de personajes y situaciones sino que tiene un aire triste y desolador que golpea emocionalmente como pocas veces sucede en su gélido cine. Si bien el juego cruel sigue estando presente desde el guion, los personajes (especialmente Zoe Kazan, como la mujer que sueña con rehacer su vida en Montana junto a un nuevo hombre) se vuelven queribles y no hay nada en ellos que llame a la burla. Cuando eso se da (digamos, la clásica burla del destino de la que vive y respira el cine de los Coen) uno puede pensar en que otra vez se hicieron los vivillos, pero lo que su conclusión transmite es la sensación de un lugar sin salida en el que la nobleza termina siendo casualmente castigada.

No hay heroísmo ni mucho menos nobleza en el Oeste de los Coen. Los paisajes pueden ser “fordianos” pero el cinismo es cien por cien de la casa. El último episodio, que tiene ese cinismo pero de una manera más cercana al terror gótico, es casi una bofetada en la cara a Quentin Tarantino, especialmente a su última película, LOS OCHO MÁS ODIADOS, con una larga escena en una diligencia mucho más tensa y cien veces mejor escrita que la suya en ese filme. Son cinco personajes que en menos de 20 minutos no sólo son descriptos de una manera fina y precisa sino que logran, en sus respectivos monólogos y en una notable canción interpretada por Brendan Gleeson, poner en discusión los temas de la propia película: la fragilidad de la existencia, la cercanía con la muerte, los límites de la codicia y las diferentes posturas ético/religiosas de la época. Es una pequeña y lujosa pieza casi teatral de oscuro desenlace.

¿Es LA BALADA DE BUSTER SCRUGGS una obra maestra? No lo creo. Y el problema, para mí, dicho muy crudamente, es que los Coen jamás podrán hacer una mientras sigan siendo unos pendejos arrogantes que se creen los más vivos del barrio y sigan creando un mundo, como aquel niño perverso de TOY STORY, para quemar y torturar a sus juguetes. Que lo hacen muy bien, no hay duda. Pero son mejores, siempre, cuando abandonan esa falsa idea de lo cool para ir a lugares más oscuros y problemáticos. Cuando la muerte deja de ser una broma de la que uno se ríe para ser una que deja un trago amargo. Una que, finalmente, duele de verdad.