Series: crítica de «Medicina letal» («Painkiller»), de Micah Fitzerman-Blue y Noah Harpster (Netflix)

Series: crítica de «Medicina letal» («Painkiller»), de Micah Fitzerman-Blue y Noah Harpster (Netflix)

Esta serie se centra en la investigación de los manejos de una empresa farmacéutica creadora de una droga adictiva que ha matado a millones de personas. En Netflix.

Tras los artículos periodísticos, los diversos juicios, los libros, los documentales y hasta una serie de ficción sobre el tema de la adicción a los opiáceos –más que nada, sobre el medicamento OxyContin y la empresa familiar que lo produce, Purdue Pharma, propiedad de la familia Sackler–, ¿qué tiene para aportar esta nueva miniserie de Netflix? En realidad, no mucho. Más allá de la importancia y gravedad de su tema –y de basarse en textos de dos de los periodistas que más y mejor trabajaron el tema–, MEDICINA LETAL es algo así como una versión «accesible» y explicada de la historia, en un tono que por momentos se acerca a la sátira y en otros al drama más convencional, sin nunca dar en la tecla con la gravedad de su tema, más allá de algunas mínimas excepciones.

Dicho de otro modo: existiendo una serie documental como EL CRIMEN DEL SIGLO, disponible en HBO y dirigida por Alex Gibney (que es uno de los productores de esta), y la premiada DOPESICK (en Star+), serie de ficción que le valió varios premios recientemente a Michael Keaton, ¿existe realmente un lugar intermedio en el que PAINKILLER pueda ubicarse? No realmente. Para entender el caso es mejor ese documental y, como drama humano, funciona mejor aquella ficción. Entonces, ¿para qué hacerlo? Bueno, para ser la serie de Netflix sobre un tema que, en el fondo, es inagotable.

El problema no es seguir haciendo series sobre los opioides, sino tener algo que aportar al respecto, temática o dramáticamente. Y esta miniserie no lo hace en ninguno de los dos casos. Usando un estilo cercano al que utilizó Adam McKay en LA GRAN APUESTA –no tan paródico, pero casi, y con mucha gente explicando las cosas a cámara o como si lo estuvieran haciendo–, la serie está narrada a partir del testimonio que da Edie Flowers (Uzo Aduba), una investigadora del tema desde sus inicios, a un nuevo comité armado, tiempo después, para que Purdue se haga cargo y pague sus culpas (y deudas) por haber iniciado, sostenido e incrementado a sabiendas esta epidemia de consumo de opioides que ha dejado, se asegura, más de medio millón de muertos en los Estados Unidos.

Lo que Flowers cuenta es el centro de la miniserie y se traslada a fines de los años ’90 y principios de los 2000, cuando OxyContin fue lanzada al mercado y su uso empezó a crecer exponencialmente, de una manera excesiva para lo estándares de una droga supuestamente recetada para dolores extremos o como paliativos para personas que están al final de sus vidas. Lo que hará la serie a través de lo que Flowers cuenta, también, es narrar la «prehistoria» de los Sackler, cuya relación con la industria farmacéutica y el marketing viene de mucho antes, ya que se inicia a mediados del siglo XX.

Ese eje, secundario, será clave en la trama para armar el personaje de Richard Sackler (Matthew Broderick), sobrino de Arthur –el fallecido fundador de las empresas familiares y ahora tristemente famoso filántropo– y quien puso en el mapa no solo a la droga sino la manera de empujarla descaradamente en el mercado a sabiendas que se usaba con otros motivos y que generaba adicción. Pero, evidentemente, se podía ganar mucho más dinero vendiéndole a todo el mundo dosis cada vez más altas y ni él ni nadie en Purdue movió un dedo. Al contrario, vivían de festejo en festejo, comprando médicos y autoridades.

La serie mostrará los esfuerzos de Flowers para llevarlos a juicio y contará a la vez dos historias ficcionalizadas. Una, la de una chica (West Duchovny) que entra a trabajar como visitadora médica a Perdue y se ve llevada a hacer lo que sea para que los médicos receten el producto, ganando muchísimo dinero en comisiones, pero teniendo constantes crisis éticas respecto a su trabajo. Y la otra, el clásico caso testigo, el de un mecánico (Taylor Kitsch) que, tras sufrir un accidente, empieza a tomar esa droga y no puede evitar volverse adicto a ella, por más intentos que haga de frenar.

Las historias dramáticas y personales están mejor manejadas en DOPESICK, lo mismo que el mundillo un tanto circense de los vendedores, los médicos y las prebendas y favores que existían entre ambas partes, que se beneficiaban mutuamente mientras millones de personas se volvían adictas al medicamento. Todo aquí es obvio, previsible, subrayado, manejado sin sutileza alguna. Berg, un cineasta que se especializa en cine de acción, intenta darle un tono similar a este drama: una narración veloz, simple, directa, sin ambigüedades, con un ritmo por momentos frenéticos y con oposiciones muy visibles. Salvo excepciones, los empresarios parecen villanos de películas de superhéroes (lo de Broderick es propio de un «malvado» de alguna parodia de James Bond tipo Austin Powers) y los protagonistas de la parte dramática no logran, pese a su esfuerzo, darle potencia a la serie.

Dos cosas salvan a la serie de caer del todo. Por un lado, Aduba, que con un personaje intenso, agresivo y por momentos hasta incómodo, lleva adelante casi por su cuenta la parte «investigativa» del caso. Es la que intenta encontrar la forma de llevar a Purdue a la corte como criminales (el problema de la Justicia es que, al ser una droga aprobada y legal, se les hace muy difícil probar un delito) y la que se pone al hombro, al menos en esta versión de la historia, el drama desde un lugar ético. Y el otro es muy breve pero significativo. Al inicio de cada episodio, verdaderos padres y familiares de personas que murieron a causa de esta droga, dan un breve testimonio. En esos segundos hay más emoción y verdad que en cada hora que les sigue.