Clásicos online: crítica de «Caracortada» («Scarface»), de Brian De Palma (Netflix, Amazon Prime Video)
Estrenada hace 40 años, este clásico del cine de gangsters se centra en un inmigrante cubano a Miami que se transforma en un capo del narcotráfico allí. Con Al Pacino, Michelle Pfeiffer, Mary Elizabeth Mastrantonio y Steven Bauer. Disponible en Amazon Prime y Netflix.
Ustedes necesitan gente como yo para poder señalar con sus malditos dedos y decir, ‘Ese es el malo.’ ¿En qué los convierte eso a ustedes? ¿En buenos? No son buenos. Sólo saben cómo esconderse, cómo mentir. Yo no tengo ese problema. Yo siempre digo la verdad. Incluso cuando miento.»
(Tony Montana)
Tony Montana tiene un ataque de furia a la salida de un restaurante. Tony Montana es un ataque de furia. Acaba de tener una discusión a los gritos con su mujer, Elvira, adelante de todo el mundo y se retira, más desencajado que lo habitual, mientras el resto de los comensales lo mira con desprecio o amaga irse. Mientras se va, les larga un extenso y desaforado discurso acusatorio, que incluye la frase que abre esta nota, una suerte de credo personal transformado en la crónica de una frustración. Tony había llegado de Cuba –se fue en 1980, como muchos de los llamados marielitos– en busca de su particular versión del sueño americano y, en poco tiempo, parecía tenerlo en sus manos: las pilas de dólares, la pareja rubia y anglo, montañas de cocaína y un imperio criminal muy propio de un lugar excesivo como Miami. “El mundo es tuyo”, decía un zeppelin publicitario que atravesaba los cielos de la ciudad. Y el hombre no solo había comprado la idea sino que parecía llevarla a su máxima expresión. Pero el sueño era fugaz. Desde que se bajó de las barcazas que lo trajeron de Cuba, Tony nunca fue uno de ellos, de esos que “saben cómo esconderse, cómo mentir”. Inmigrante hasta el último de sus días, Montana tenía el destino marcado en ese corte en el rostro que le daba su famoso apodo. Ese tajo era el límite de su ilusión. La frontera imposible de atravesar.
La historia de Scarface es larga y fundacional en la genealogía del cine de gángsters de los Estados Unidos. Su guión, escrito por Ben Hecht y adaptado de una novela de Armitage Trail de 1929, fue llevado al cine en 1932, con Howard Hawks como director y Paul Muni como protagonista. Inspirada libremente en la historia de Al Capone, la saga de ese mafioso de origen italiano fue parte fundamental de la creación del género gangsteril, complementado entonces por otros clásicos como El enemigo público, con James Cagney y El pequeño César, con Edward G. Robinson. Y esa matriz dramática es la que, con sus diferencias, se ha sostenido a lo largo de 90 años y la que ha organizado narrativamente películas como El padrino, Buenos muchachos, Gángster americano y Brasco, por citar algunas de las cientos que existen, además de decenas de series, entre las cuales Los Sopranos es la máxima representante. Y la fascinación que el género produce no es muy diferente a la que tenían los comensales al ver a Tony Montana, excedido de todo, gritando sus verdades en el restaurante de la Florida. Es mirar la versión desaforada y desprovista de hipocresía de las mismas ambiciones que parte del público tiene, solo que con la distancia que da la otredad: el color de piel oscuro, la ropa incorrecta, los modales equivocados de alguien que tiene en claro cuáles son sus objetivos pero no utiliza los mecanismos apropiados para llegar a ellos.
La remake, estrenada en 1983, tuvo como guionista a un entonces joven cineasta llamado Oliver Stone, unos años antes de su consagración como realizador con Pelotón. Protagonizada por Al Pacino en un estado actoral progresivamente demencial, se trataba de un proyecto impulsado por el propio actor tras ver en el cine la película de 1932. Originalmente la iba a filmar Sidney Lumet, quién ya lo había dirigido en Sérpico y Tarde de perros, pero el realizador se abrió del proyecto por “diferencias creativas” y la responsabilidad cayó en manos de Brian De Palma, un autor de thrillers y films de suspenso de reminiscencias hitchcockianas (Carrie y Blow Out: el sonido de la muerte eran sus películas más conocidas hasta ese momento) que hasta entonces no había trabajado ni el género ni temáticas en apariencia más realistas. En ese sentido, el Scarface que conocemos hoy es el resultado de un choque, o de una fricción combustible, entre dos sensibilidades diferentes: la de un guionista que trata de hacer un thriller acerca del ascenso y la caída de un violento gángster en la que se cuelan elementos políticos e históricos, y la de un director que monta una puesta en escena operística y llena de secuencias antológicas de acción para construir un relato de suspenso sobre un hombre perverso que no parece tener otro faro moral que el dinero y el poder que viene con él.
Tony Montana baja de los barcos, como tantos inmigrantes, y enseguida es clasificado como peligroso. Es que Fidel Castro, al permitir la salida de 125 mil personas de Cuba a la Florida en 1980, dejó ir entre ellos a miles de criminales y ladrones que pronto se organizaron para subsistir transgrediendo las reglas del nuevo país y creando una economía paralela fuera de la ley. Con la ayuda de su gran amigo Manny (Steven Bauer), Tony va pasando rápidamente de soldado de poca monta a las órdenes de un gángster a pequeño operador en el mercado del tráfico de drogas que vienen desde Bolivia. Su falta de prejuicios, su ambición y su brusquedad terminan haciéndolo crecer en ese mercado hasta transformarse en uno de los grandes narcotraficantes de la región. Pero ese éxito viene rodeado de conflictos: con sus rivales, con la policía y hasta con sus proveedores. Impulsivo y brutal –sus escenas de acción son para la antología del descontrol–, con cara de pocos amigos y una preocupación obsesiva por los detalles del negocio, Montana va creando un imperio descomunal –su caserón es de esos que hay que ver para creer– mientras el mundo empieza a volverse en contra suyo. Irónicamente, por culpa de la única decisión moralmente sensata que tomó a lo largo de su vida.
Pero más allá de su carrera como narco, lo que cuenta Scarface son las relaciones personales de Montana, quien sueña, “roba” y se queda con la rubia novia de su jefe (encarnada por una bella y jovencísima Michelle Pfeiffer) a la que considera algo así como su posesión. En ningún momento a lo largo de las casi tres horas que dura el film hay demostración alguna de cariño entre ambos. A Elvira esa relación le da la posibilidad de vivir una vida de lujos, alejada de los problemas mundanos. Y a Tony el intercambio le ofrece un trofeo, una figurita que, supone él, le permitirá ingresar con menor fricción a esos lugares que la sociedad wasp –que lo mira como un sujeto extraño e incómodo, colorido y gritón– conserva para sí misma. Pero la verdadera obsesión de Montana pasa por su hermana, Gina (Mary Elizabeth Mastrantonio), que vive desde antes que él en los Estados Unidos pero a la que no ve desde pequeña, ya que la madre de ambos no acepta su estilo de vida y prefiere tenerlo lejos. Y el reencuentro con la ya adolescente Gina lo perturba, lo lleva a un lugar que va bastante más lejos y perverso que el del típico “hermano cuida” que cela a su hermana de la mirada babosa –y el manoseo– de otros hombres.
Criticada en su momento por su excesiva violencia y su generoso uso de malas palabras, Scarface se transformó en un clásico no solo dentro del cine de De Palma (que pasaría a dirigir otras películas sobre el crimen organizado como Los intocables y Carlito’s Way) ni del género de gángsters sino en la cultura popular, especialmente en el mundo del hip-hop, que transformó a Tony Montana –y a sus frases, sus atuendos, sus enormes armas y su desenfrenado consumo de cocaína– en un modelo a seguir, casi un ícono cultural. Como suele suceder en muchas de estas películas que critican y a la vez glorifican las figuras de criminales, lo que termina quedando es el impacto de los momentos violentos y las frases canónicas (“Say hello to my little friend!”, “You fuck with me, you fuckin’ with the best!”, y varias más) mientras se olvida –o se prefiere dejar de lado– no solo sus brutales finales sino el desencanto previo, la sensación que Montana tiene, al finalmente haber cumplido su sueño, de que no le da las satisfacciones esperadas.
«¿Eso es todo, Manny? ¿Comer, beber, joder, chupar, inhalar? ¿Y después qué? Tienes 50 años. Tienes una bolsa por barriga, tienes tetas con pelos que necesitan un sujetador, un hígado con manchas y una maldita drogadicta como esposa”, le dice a su entonces socio el Montana más desilusionado de la última parte de la película, una vez que consiguió, tal como lo planeó originalmente, “el dinero, el poder y las chicas”. El futuro se presenta sombrío y él lo sabe. La expresión de su rostro ya no es la misma de antes. La exuberancia de unos años atrás ha dado paso a un estado sonambulesco, narcotizado, de alguien que llegó a donde se lo proponía y se da cuenta que ha roto casi todos sus lazos –romperá todavía más– en su afán por hacer caso a aquella frase de “El mundo es tuyo”.
Esa amargura no ha trascendido tanto en la cultura popular como su desafiante presencia, su enorme caserón (con tigre incluido), su actitud de llevarse todo por delante y, especialmente, el demencial tamaño de sus armas y de su montaña de cocaína. Pero está ahí, es una luz roja de alarma que tiñe toda la película. Y es, en el fondo, el incómodo recordatorio de la futilidad de su búsqueda, el ¿para qué? que envuelve en un vacío abrumador todo aquello que alguna vez soñó y que creía haber conseguido.
Nota publicada originalmente en La Agenda de Buenos Aires